Los Guayres (Mogán). Bien alto el pabellón de la ignominia

May 25, 21 Los Guayres (Mogán). Bien alto el pabellón de la ignominia

“Elija la noche que nunca más olvidará. Un mágico viaje gastronómico que reinterpreta los sabores clásicos de la cocina canaria; una experiencia sensorial y culinaria única”. Promesas como la entrecomillada, atribuida al cocinero Alexis Álvarez e ‘impresa’ en la web del restaurante y en carteles que anuncian su presencia en el hotel Cordial Mogán Playa, resultan no solo pretenciosas, también hilarantes e incluso delirantes. Es la conclusión tras tomar asiento en su comedor y padecer el servicio de Los Guayres, ciertamente falto de preparación, listeza, diligencia y sensibilidad. Quedará en evidencia, supongo, durante este relato de mi reciente visita, en cuyo arranque me permito citar al mexicano Jaime Torres Bodet: y con cada promesa te mentía, y con cada recuerdo te olvidaba, y con cada victoria te perdía. Viene a cuento.

Llegué a eso de las ocho pasadas, nada más hacer el check-in en el hotel, sabedor de que el cierre de la hostelería estaba fijado a las 23:00 horas. Una vez acomodados (acudí con una pareja de amigos) en la acogedora terraza, fuimos agasajados con una copa de cava Raventós i Blanc de Nit 2018, para acompañar la primera tanda de vistosos y crujientes aperitivos, a degustar en este orden: crujiente de tomate, con tomate confitado y mayonesa de cebollino; crujiente de millo con cebolla y caballa marinada; pollo escabechado con mole de pasa; y profiterol relleno de queso con crujiente de comino e higo.

El cachondeo comenzó tras la elección del vino. Mi elegido fue Viñas de Gain 2015, tinto de Artadi, y lo que llegó a mesa fue la añada siguiente, 2016. Nada grave, aunque estaría cansado el sumiller, pues intentó convencernos de la idoneidad de tomar ésa, quien sabe si por ahorrarse el viaje de vuelta, aunque “se quedaría quizá un pelín joven” (la bebida). Logramos imponer nuestro gusto y el camarero de vinos regresó con una botella de 2015 (“estará más maduro, por así decirlo, con un toque tánico más asentado”, reconoció) cuya etiqueta lucía deteriorada; cuestionado por ello, el transportista respondió que “vino así de bodega”.

Pero menudencias al margen, lo más sorprendente fue la respuesta del interfecto cuando le pedí, por favor, que explicara mínimamente a mis partenaires el vino descorchado, pues supuse que un profesional lo haría mejor que este txikitero sin diploma que firma al pie. Atentos a la descripción: “particularmente, yo de la bodega Artadi suelo preferir un poquito más El Sequé. Yo soy más de vinos blancos, pero cuando bebo tinto intento ir a uvas tipo monastrell o mencía, porque me gustan los vinos un poquito afrutados”. Inaudito. Eludió la pregunta, habló de sus gustos personales, respuesta propia de un párvulo, y echó demasiada cantidad en la copa.

Alguna pena y poca gloria en Los Guayres

La segunda serie de snacks consistió en bombón de pimiento asado; espuma de caldo de papa con pulpo y aceite de cilantro; y cornetos rellenos de steak tartar. Escogimos el “Menú gustación clásico” (100€/pax, que suma dos platos y sólo 5 euros al no clásico), y las preparaciones del mismo se fueron sucediendo con alguna pena y muy poca gloria. Entre lo más destacado recuerdo el carabinero asado acompañado de una mayonesa del propio crustáceo y vegetales de primavera, y el cochinillo crujiente en su jugo con chutney de piña, galletas de seta y germinado de guisante

Como preparaciones fallidas se llevaron la palma el desatinado acompañamiento del canelón de carne de cabra (morilla bien, pero ¿¡yema de espárrago!?) y un platillo de atún rojo marinado con crema de piñones y puerro confitado que brindó nuevas oportunidades de lucimiento al servicio. “¿Es atún Balfegó?”, pregunté en dos ocasiones. Ante su desconocimiento, el portaplatos, al que ni siquiera le sonaba la firma catalana, propuso recurrir al comodín del cocinero. “Si quiere le pregunto al chef”, planteó; di mi aprobación y al poco regresó exclamando “Es Balfegor (sic) y viene de Tarragona”.

¿Qué más comí? Ostra Daniel Sorlut #1, francesa ella, con crema de millo; foie gras confitado con reducción de remolacha, crujientes de caramelo con compota de pera y flor de capuchina; una “rabanada” (sic) de pan artesanal de centeno de Panadería Olivan (Vecindario); y cherne con salsa de jaramago y espinaca. ¿Y de postre? Crema de gofio con espuma de mojito, sorbete de naranja y naranja confitada. También una “variación de tunos indios en varias texturas” con bizcocho de aceite de oliva, crujiente de caramelo y fresas naturales. Prácticamente me limito a enumerarlo, para no distraer la atención que merece el desaire.

Durante el transcurso de la velada vivimos con condescendencia los despistes del personal, que en un momento marcó cuchara y tenedor; al poco tiempo un camarero se llevó el segundo; y al de un rato otro (o quizá el mismo) lo volvió a colocar en la mesa. Asimismo, pedimos una segunda botella de vino, esta vez diferente, y rogué al sumiller que no se llevara mi copa con el resto de Viñas de Gain, pues me apetecía comprobar su evolución y deleitarme con su perfume. Pues bien, no pasaron siete minutos y tuve que levantarme a recuperar la copa de marras, posada sobre una mesa auxiliar.

Doble salto mortal del agravio

Aún faltaba el doble salto mortal del agravio. Eran las 22:50 horas cuando alguien dejó sobre la mesa los petit fours (frambuesa y jengibre, almendra y chocolate, trufa, vainilla y ron) y todo el equipo de sala desapareció como en un número de David Copperfield. El bueno de Alexis salió a saludar, fuimos condescendientes en el juicio y le dije que estábamos esperando a pedir café para acompañar los bocados dulces y poner punto y final a la cena. Amable, se lo transmitió a una camarera y su respuesta fue “Ya estamos cerrados”. El colmo.

“Son las 22:57, aún no han dado las once”, le apunté señalando la hora que indicaba mi teléfono móvil. “Son las once en mi reloj”, me retó. Faltaba a la verdad, pero aun así no insistí y me limité a recordarle que a menos diez habían dejado los platillos y se habían retirado sin previo aviso. “Le pido disculpas. Tiene usted toda la razón”, respondió. Y que yo en diez minutos (sin insinuar siquiera la posibilidad de contar con un breve tiempo añadido de cortesía, nada descabellado estando además alojados en el propio lugar) puedo tomarme uno, dos, tres e incluso cuatro cafés solos, si hubiera que darse prisa. Entonces fue Alexis quien hizo bomba de humo y yo, a lo mío, añadí que los petit fours se sirven precisamente para acompañar infusiones. “Tiene usted razón”, repitió la mesera, tras lo cual volvió a ausentarse y únicamente acercó la nota con el importe total de la infausta cena, próximo a los 400 euros. Y, claro, yo no quería la razón, yo quería un jodido café.

Moraleja: aunque la mona se coloque una estrella Michelin y un reluciente sol Guía Repsol en los ojales de su vestido de seda, mona se queda. Paradójico, significativo y preocupante que el peor servicio de todo un viaje que transcurrió por una veintena de restaurantes de distinto pelaje, sin eludir las tan necesarias tascas, lo padeciera en un establecimiento de postín. Qué lástima arruinar así la experiencia a un cliente que ha tomado un avión, ha volado durante tres horas, ha recorrido otros 54 kilómetros por carretera y ha pagado una noche de hotel para vivir tal chasco. Efectivamente, dejaron bien alto el pabellón de la ignominia.

(no se le ha parado aún el reloj de arena a Igor Cubillo)

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