Luces iruñatarras y sombras gauchas en los pintxos pamploneses

Dic 09, 21 Luces iruñatarras y sombras gauchas en los pintxos pamploneses

Tengo muchas visitas pendientes en Pamplona, un listado de anhelos, intenciones y curiosidades donde he garabateado los nombres de La Biblioteca, donde Leandro Gil plasma su personal reinterpretación de la verdura, Kabo, el restaurante de los jóvenes Aaron Ortiz y Jaione Aizpurua, y La Cuchara de Martín, la nueva aventura de Martín Iturri en el Hotel Tres Reyes. Y donde he empezado a tachar otros, pues recientemente me dejé caer por la capital navarra, reservé mesa en Baserriberri y Olaverri, y fie las noches a la improvisación y al pintxo. Resultó esta opción un cara o cruz, una ruleta rusa que, sin registrar heridos, dejó patente no menos de tres realidades y tantas sombras como luces. Tan cerca y tan lejos, lo mejor y lo peor distan aquí apenas unos pasos. Como en cualquier otra parte, habrá que decir a modo de descargo, pero con precios propios de la burbuja donostiarra precisamente en los casos más decepcionantes.

Para empezar, experimenté esa honda decepción en el café bar Gaucho, que tenía anotado con el aval de lomejordelagastronomia.com. Cómo recomendar un despacho donde manejan sin rubor no menos de cinco microondas para calentar a la vista del cliente pinchos que catalogan como “especiales” sin realmente serlo, más allá de su desproporcionado precio (3,70€, 3,90€…), habida cuenta de su composición y método de comercialización. Ésta, a gritos y a paladas, como en un simple abrevadero. Eso sí, la fórmula les funciona, pues resulta complicado plantar el codo en su barra, ahora que se puede.

Y, en cambio, para feliz contraste, resultó muy satisfactoria la visita relámpago a Iruñazarra, donde pedí al afable camarero que sacara dos pintxos a su antojo. “¿Eres más de mar o de montaña?”, preguntó. Escondí mi alma mendizale y respondí “de mar”. Y de negroni, aunque me conformé con un zurito servido en copa de cava preconstitucional, la misma que rechazo con los espumosos. Dicho lo cual, el mesero arrimó dos creaciones que le reconcilian a uno, servidor, con la hostelería pamplonesa: ‘Itxasantxoa’ y ‘Rompeolas’. Y las explicó con celeridad y detalle.

El primero fue un pincho capaz de enamorar a primera vista, mecida su forma de barco pirata por las olas de una caja plateada y acompañada de un plano del tesoro con guiños a otros ganadores del Campeonato de Pintxos de Euskal Herria. “Un homenaje a la anchoa y al mar Cantábrico. Empieza con una base de pasta mexicana a la que se añade tinta de calamar y polvo de oro para hacer la forma del barco. Pasamos a un guacamole, un pate de anchoa casero (cabeza y cola de anchoa con tres tipos de harina diferentes), una gominola de cítricos y eneldo, y un caviar limón”.

A continuación llegó ‘Rompeolas’, un bocado de mar que homenajea a la donostiarra playa de La Concha y, nuevamente, al Cantábrico. “Empieza con una base de galleta de quinoa deshidratada y suflada, arroz negro y aceituna, rellena de guiso marino (mejillón, gamba, chipirón thai, erizo de mar…), hueva de trucha y salmón, tres tipos de algas marinas diferentes (wakame, codium, tinado) y, simulando la espuma del rompiente de la ola, un aire de ceviche”. ¿El precio de estos caprichos? Similar (3,50€ , 4€), pero en este caso claramente justificado.

Expuestas las grandes diferencias, los contrasentidos, las paradojas y las alegrías, cabe decir que en la parte vieja, en calles como Estafeta y San Nicolás, existe más de un bar donde reponer fuerzas y hacer masa con pinchos sencillos a precios más comedidos. ¿Qué tal una rolliza gamba con su gabardina en la cervecería Estafeta? O, mejor, un afamado y rollizo frito de huevo en Vermutería Río (2,20€), especialidad de la casa desde 1963. ¿En qué consiste? En «medio huevo cocido envuelto en una suave besamel y su crujiente tempura». ¿Cuántos han despachado desde 2015? Más de un millón (hay un contador al efecto). Aquí sí, un negroni, por favor.

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