Gaurko Catering. Kebab, kebab, kebab (yo leo a Kierkegaard)
Donostia enamora. De hecho, tengo grandes recuerdos asociados con el extrarradio de Bilbao. Allí he visto dos veces a Dios (sí, a Bob Dylan), en una abarrotada playa y en un despoblado velódromo. Soy de la partida de futboleros que llenó por primera vez el estadio de Anoeta, para contemplar un Athletic – Sevilla. Aún recuerdo el bikini con barras y estrellas que lucían las coristas de James Brown en La Trini. Y la sobredosis de kokotxas del Ibai. Y la verbenilla de BB King. Y lo estúpido que puede ser un cámarero de La Mejillonera. Y la vista de Santa Clara acodado en la barandilla de La Concha. Y las visitas a mi tío vegetariano de Amara. Y la silueta de Igeldo al despertar en una cama que no era la mía. Y a Kortabarria e Iribar portando la ikurriña en Atocha. Y mi primer sandwich de Kebab de Gaurko Catering. Todo un descubrimiento, oigan. Uno sabe de qué habla, pues es un currela y más de una vez se ha tenido que apañar, a la hora de comer, con un sandwich de máquina. A regañadientes, porque, no nos engañemos, la mayoría de la oferta del sector es monótona, aburrida, y su ingesta generadora de remordimientos. Aunque la gente, normalmente, no lo exterioriza, no protesta ni se lía a mamporros con la maquinaria; apechuga y se contenta con meter masa al estómago, para salir del paso. Siempre que le cueste poco dinero alcanzar la anhelada sensación de saciedad, parece que le da igual meterse entre pecho y espalda un sandwich manifiestamente seco, rácano en ingredientes o pringoso. No en vano, me temo que los más reclamados son los que van bien servidos de salsas, para dar una falsa sensación de jugosidad que termina embadurnando nuestro paladar y encharcando nuestro buche. Qué negativo, ¿no? ¿Creen que lo veo todo negro? Pues no, porque el menda recuperó la fe en las máquinas expendedoras el mismo día que probó por vez primera el referido kebab. ¿Qué...
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