Restaurante Trueba (Bilbao). Comer y callar
Durante un encuentro flamenco, el flaco gourmand Adrián Medrano nos entró de repente y nos espetó quizá espoleado por nuestras pintas menesterosas: «Para comer barato y bien podéis ir al Trueba. A 8 euros las albóndigas y a 12 una menestra estupenda. Con el vino, por 30 lo hacéis». Se piró dándose la vuelta y Pato preguntó: «¿Quién es éste?». Le aclaré: «Un lector del blog de mi hermano y rector de la sala Fever». Entonces Pato se apaciguó: «¡Ah! Ya me sonaba de vista». Yo le hice caso a Adrián, me fié, acudí a la primera oportunidad y le agradezco la recomendación.
Al final, un miércoles pude ir con mi amigo Carlos. Previa reserva, claro, pues el Trueba cuenta con una decena de mesas y se suele petar: oficialmente caben 35 comensales. Llegamos puntuales, con margaritas en el estómago por el hambre y los nervios, y ese día coincidimos ahí con el expresidente del Athletic Lertxundi, el alcalde de Urduliz y a nuestra vera con seis encorbatados ruidosos (¿seis bancarios?, ¿quizá seis portuarios?). Al local, incrustado en unas galerías en semisótano, se accede bajando unas escaleritas y es pequeño, sobrio, con las paredes cubiertas con madera y dos tragaluces que dan a la calle del Iruña (foto 1). La única pega es el ruido de las conversaciones, la constante bronca de fondo, semejante a la del restaurante El Abra de Portugalete.
Entramos y rápidamente nos tendieron las cartas. La comestible, asaz salsera. La de vinos, ni larga ni barata; por ejemplo, a 15 + IVA tienen el blanco más económico, un Rueda. Yo propuse a Carlos tinto crianza Campillo (18) o Muga (20), pero él terció con un Baigorri Crianza 2007 (18+IVA) y acepté: bonito color, aroma tostado, 14 grados y frutal. «Está cojonudo», Carlos dixit. Y mejoró durante la hora y media que ahí estuvimos gozando.
Mientras los bancarios bocazas compartían escasos entrantes de pimientos verdes fritos de Gernika y mollejas rebozadas, y abrevaban de una botella mágnum de Cune Imperial Reserva, nosotros arrancamos deglutiendo ceremoniosos el obsequio de la casa: cuatro croquetas tamaño huevo de codorniz, suaves y de jamón. Al poco compartimos nuestro único entrante: ventresca de bonito (9), excelente y pimpante, jugosa y carnosa, agraciada con un largo posgusto y adornada con vinagreta potente (pimientos verdes y rojos troceados, cebolleta) y lechuguita demasiado avinagrada. Empezamos bien y Carlos la sirvió con profesionalidad.
Igual que Montalbano
Vimos que los portuarios gritaban como porteras y recibían sus únicos platos principales (kokotxas en salsa verde a 22, merluza albardada con pimientos rojos y lengua en salsa con patatas fritas; ésta fuera de la carta y sobre la que el encorbatado de la voz cantante aleccionó al encorbatado benjamín: «la lengua está mejor al día siguiente») y nos trajeron nuestros primeros. Carlos la recomendada menestra (12), que según él sabía a verdura. Se posaba sobre un purecillo que realzaba las vainas y la zanahoria, purecillo que chocaba con el espárrago y no atravesaba el rebozado de la estupenda coliflor, la espinaca de Popeye y la penca potente. Carlos me hablaba pero con el ruido de fondo yo no oía nada. No oía ni mis propios pensamientos, así que comía callado, igual que el comisario Montalbano.
De segundo yo pedí una especialidad de la casa, la sopa de pescado (7, de lo más barato de la carta; foto 2). A la primera cucharada viví una experiencia mística: los camareros se volatinizaron, los parroquianos se quedaron inmóviles como estatuas de sal, las molestas conversaciones se silenciaron y el éter se tornó plomo blanco. Así estaba de riquísima la densa sopa pescatera, reforzada con panes tostados pulverizados con el chino (¡conocemos la receta!), de color marrón y textura genial, apropiada para ese día nublado y trufada con tropiezos contundentes: almejas con antenas gigantes de película de serie B, langostino tan rico que asemejaba cigala, más cuadraditos de rape. Un señor plato capaz de arrobar y de maridar con el tinto creciente.
El restorán estaba lleno y los portuarios, ya por su segunda botella mágnum (medio litro pimpló cada uno, y eso que comieron poco), compartían su postre: platitos de trocitos de queso curado. Nosotros esperamos optimistas nuestros segundos. Yo ignoré los caracoles (20), dudé ante las albóndigas (8, ya saben) y los morros o los callos (16 cada uno), y me decanté por las manitas de cerdo. Buah, qué gozada tan recia y suave. La generosa ración de casquería me hacía levitar según ingería parsimonioso esos trozos deshuesados de gelatina y carne que descansaban sobre una salsa de pimiento choricero de hechura casera y elaboración paciente, una salsa que me selló los labios y que unté contento con el pan del Trueba, un trozo de barra normal, a un euro cada pedazo, un detalle demasiado vulgar en tal núcleo culinario sin alharacas. También parsimoniso y paciente, Carlos atacó su bacalao estilo Trueba (18), un trozo grande y grueso rematado con pimientos, un pescado muy blanco, muy tieso, bastante desalado y posado sobre una salsa aceitosa similar al pilpil pero más líquida y sin ajo.
Terminamos los segundos y sentencié: «ha sido un éxito». Pasamos de los postres, que no constan en la carta y nos cantó la camarera: cuajada, flan de café, tostada, piña… O sea, poco tentadores. Un veterano de los portuarios pidió un café cortado descafeinado y con sacarina («y con leche desnatada», pensé yo con crueldad intolerable) y nosotros solicitamos la cuenta: 90,72 euros detallados en una notita manuscrita.
Después, bebiendo gin tonics carísimos a los que invitó Carlos, le calculé que los encorbatados habrían abonado unos 200 euros en total y me imaginé repitiendo en el Trueba tres días después, un sábado con La Txurri. Ella comería pasta fresca con langostinos (12) y las pelotillas (8, sí, ya saben), y yo anchoas a la cazuela (9) y callos o morros (16), todo regado con medio litro de alguno de esos vinos sabrosos y con quesito de postre. Pero ella rechazó la oferta: «No quiero ir a un sitio donde no se oye hablar al compañero de mesa».
(contento y feliz levitó Oscar Cubillo)
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Colón de Larreátegui, 4; 48001 Bilbao
94 423 83 09
Otro más de los licenciados en Ciencias Económicas que pueblan la nómina colaboradora de esta web. Cuando le da por ser comunicativo, manifiesta que publicó el mejor fanzine de rockabilly de España (el Good Rockin’, allá por los 80) y la mejor revista de blues de la Europa Continental (llamada ‘ritmo y blues’, editada de 1995 al 2000). Actualmente junta letras por dinero en el periódico El Correo, por comida en El Diario Vasco, por ego en Lo Que Coma Don Manuel y por contumacia en su propio blog, bautizado ‘Bilbao en Vivo’ y tratante, sobre todo, de conciertos en el Gran Bilbao, ese núcleo poblacional del que espera emigrar cuanto antes. Nunca ha hablado mucho. Hoy día, ni escucha. Hace años que ni lee. Pero de siempre lo que más le ha gustado es comer. Comer más que beber. Y también le agrada ir al cine porque piensa que ahí no hace nada y se está fresquito.
Comparto sensaciones y opinión* con Óscar, mañana debuto en el Trueba tras haber oído mucho y bien de esa plaza.
La opinión es que, mientras se come, hay que callar y, entre bocado y bocado, hablar bajito para no incordiar al vecino de sala. Mal extendido este de vociferar, da igual donde sea, en lugar de hablar.