Made in Japan. Crónica de la cocina nipona (la de verdad)
Ha sido un viaje genial. A todo el que me pregunta que qué tal Japón, le respondo diciendo «muy divertido». Es que es la verdad, nos divertimos y reímos mucho desde que aterrizamos en Tokio hasta que despegamos de Osaka. Y lo siguiente que digo es: «ha sido el viaje en el que más sano y barato hemos comido». Otra verdad como un templo de los muchos que hemos visto.
Este no va a ser un comentario de ningún restaurante, tasca o bareto japonés en concreto. Va a ser una recopilación breve de la cocina nipona callejera, casera y tradicional, para que aquél que se anime a ir hasta allí (lo que recomiendo encarecidamente, ya que no sale para nada lo caro que la gente se piensa) sepa que hay un mundo más alla del sushi y los fideos udon.
Antes de empezar, decir que no tiene que preocuparos la barrera lingüística. En Japón, las cartas de los restaurantes funcionan por fotos. Por lo que, aunque no sepáis el nombre del plato, se señala lo que quieres y punto. O, si no, lo señalas en el ‘escaparate’ donde colocan las réplicas de plástico de los platos. También resulta muy útil el ranking de los platos más vendidos de cada chiringuito (esto en concreto me hizo mucha gracia).
El menú de mediodía japonés suele ser un ramen (versión japonesa de la sopa de fideos china). Además de los fideos, suele llevar cerdo, verduras, algas, huevo cocido, tofu, miso y todo lo que se le ocurra al cocinero. Por muchos ingredientes que lleve, todos están «ordenados», cada uno tiene su lugar en el cuenco. Hasta en las tascas más cutrillas cuidan estos detalles. Comimos muchas de estas sopas en sus distintas versiones, que en general estuvieron muy buenas y llenaban muchísimo. A destacar un ramen frío que comí en Kamakura, que llevaba un huevo crudo. Suena fatal, pero lo recuerdo como uno de los mejores platos que me comí en todo el viaje. Y también recordaré Kamakura por ser donde probé por primera vez un insecto (no sé si era grillo o saltamontes, pero bicho sí que era).
La primera cena en Tokio no pudo ser más autóctona. Acabamos en un izakaya (bareto japonés donde van los salary men al terminar de trabajar), sentados en la barra entre un señor de 80 años y un matrimonio de unos 45. A los izakaya se va a beber y, de paso, a comer alguna tapita a la japonesa. Cenamos pescado a la brasa y yakitoris (que pagamos nosotros) y una especie de callos con tofu (que nos pagó el señor de 80 años).
Los yakitoris son brochetas generalmente de pollo en las que te puedes encontrar muslo, riñones, mollejas o cualquier otra víscera del animal. No nos entusiasmó, la verdad. Pero que el abuelete nos invitara y que la señora que tenía al lado el consorte le diera a probar de su propio plato, fue un puntazo.
Una de las mejores cenas en la capital nipona, tanto por la comida en sí como por la compañía (parecía aquello un chiste: dos de Bilbao, dos de Tokio y uno de Londres), fue a la que nos invitaron nuestros anfitriones en Tokio (es que no hemos ido de hotel, hemos ido a un apartamento para que la experiencia fuera aun más friki-auténtica). Yakisoba, makis vegetales, tofu empanado, gyoza (empanadillas de cerdo y verduras) y shishamo (unos pescaítos fritos que estaban llenos de huevas; vamos, preñaos). Nos pusimos morados. El inglés tenía buen sake, así que tuvimos que andar rápidos para que no nos dejara sin nada el tío listo.
Otro festín memorable fue el que nos marcamos en el ryokan (hotel tradicional japonés) en Miyajima. Lo propio si duermes en un ryokan es también cenar y desayunar a la japonesa, a poder ser con el kimono puesto (cosa que hicimos nosotros, pero no el resto de comensales… ¡ups!). Espectacular. Casi de estrella Michelín. Esa cena, en occidente, seguro que no hubiera bajado de los 80€ por barba. Lo mejor, la carne de Hiroshima. Ríete tú de la de Kobe (la cual sólo catamos en versión croqueta, que tampoco había que derrochar…).
Aunque el plan no incluía mucha comida (sólo un pastelito japonés de judías y unas galletas de arroz), que una señora de 70 años nos hiciera en su propia casa para nosotros solos una ceremonia de té por 4 míseros euros al cambio, no tuvo precio. Lo de menos fue el té (para el que no lo sepa, el té matcha es bastante amargo y tiene color de acelga). Para mí, el gran momentazo de todo el viaje. Memorable, para contárselo a los nietos.
Y, ¡cómo no!, el desayuno a base de sushi y cerveza japonesa en el mercado de pescado más grande del mundo. Teóricamente, salvo que vuelva algún día allí, jamás de los jamases me comeré un sushi más fresco. Esto hay que hacerlo, sí o sí, cuando vayáis a Tokio.
Miscelánea u otras cosas varias que probamos: ostras cocinadas a la parrilla, croqueta de Kobe, takoyaki (buñuelos de pulpo), anguila (es-pec-ta-cu-lar), tamagoyaki (tortilla de verduras y fideos con muy mala pinta, pero sorprendentemente buena) y sushi en todas sus versiones. En este sentido, destacar que el sushi japones no es mejor que el occidental, siempre que el occidental se haga con pescado fresco y el arroz esté bien preparado. La única diferencia es que el sushi japonés lleva mucho más pescado que arroz, relación que aquí suele ser más bien al revés.
Sobre el bebercio, os aviso que es caro. Pero vamos, igual de caro que si vas a Francia, a Italia o a una terraza chic de Getxo. Hasta un café era caro. Pero, teniendo en cuenta que allá donde fueras a comer el agua y el té verde eran gratis, el gasto total en líquidos tampoco ha sido para tanto. Para que os hagáis una idea, una lata de cerveza en el súper era, al cambio, unos 2 euros.
Y, sobre los dulces, que sepáis que allí no se come postre tras las comidas y que los dulces típicos japoneses están hechos casi todos con harina de arroz, por lo que tienen una textura un tanto peculiar (no muy agradable para el gusto occidental, en mi opinión). Si habéis probado los mochis de Sumo, sabréis de lo que hablo. No obstante, encontramos no pocas pastelerías de estilo europeo bastante decentes y baratas.
El mejor dulce que probamos fue una tarta de queso enorme, en Osaka, recién hecha, por unos 4,5 euros. Como vimos que el local tenía cola en la puerta, pues allí que nos plantamos a ver qué era lo que daban, cual jubilados esperando para coger el calendario en la caja de ahorros. Eso sí, no se parecía en nada a las de New York. Era mucho más esponjosa y suave. Menos mal porque, con el tamaño que tenía, la cosa hubiera estado difícil de digerir.
Y mejor lo dejo aquí, no vaya a ser que me pase de caracteres. El que se anime alguna vez a visitar tierras niponas y necesite más información sobre el tema, ¡a su total disposición!
(Le gustó Japón, sus gentes, y su comida más que a un japonés la Sagrada Familia, a María Mora)
Soy María. Alicantina de nacimiento, baracaldesa de adopción y economista sin mucha vocación. Siempre he sido bastante glotona, la verdad, pero al buen comer y a los fogones me he aficionado en la veintena (esa que está casi terminando). Disfruto como una enana descubriendo sitios nuevos, casi tanto como pidiendo lo más raro que veo en una carta. No tengo blog propio, así que los Manueles me acogen cual cachorrillo sin hogar. Eso sí, tengo Facebook y Twitter, por si queréis cotillear algo sobre mí.
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