Restaurante Playa de Mogán (Puerto de Mogán). El protocolo y el matagatos
Un día que me apetecía gastarme el dinero a lo grande en Gran Canaria nos fuimos a Puerto Mogán dispuestos a comer en plan divino. Pensaba que ahí destellaba La Meca del megapijerío turístico, imaginaba comer en el Kaia o algún restorán rutilante similar, pero nos pasamos de largo, pues el Kaia debe de estar varias bahías antes, en playa Amadores.
El caso es que arribamos a Puerto Mogán por la carretera de la costa, sorteando barrancos, asomándonos a precipicios, salvando escombreras y temiendo que nos arrollara algún desprendimiento. Pero llegamos vivos y vimos que el pequeñito Puerto Mogán se agota en sí mismo. En poco tiempo paseamos por el puerto, poteamos en el faro, paseamos por la playa, poteamos en la esquina, nos saludaron niños simpáticos y señoras afables que no nos conocían de nada, nos topamos con el chiringuito O Portugués comentado en este blog de prestigio mundial («calidad excelente», se anunciaba el garito), y paseamos por la bonita plaza de los restaurantes para turistas descartando todas las ofertas por homogéneas y próximas a la comida en serie («el pescado fresco es dorada… de crianza, sí», nos reveló un camarero bajando la mirada, pero sin mentir).
Para entonces, ya conocedor del núcleo urbano entero, concluí que el único local que servía pescado auténtico era el Playa de Mogán, con ambiente antañón, con su nevera expuesta al público y llena de pescaditos del Atlántico, y con su terracita paralela a una calle de aspecto colonial con casitas blancas viejas, coches aparcados en batería, macetas y faroles antiguos peleando contra la luz del crepúsculo.
En tal local pretendí gastar la pasta sin recato (y sin suerte), bajo pósters de pescados que nadie sabe dónde se sumergen. Como no había apenas gente cuando llegamos, nos atendieron muy bien. Insistí en que me enseñaran la nevera para explicarme las piezas, nos contaron que los pescadores ya no quieren salir a la mar (como en Galicia, por ejemplo, o como en El País Brusco), me quisieron vender una parrilla de pescaditos pero a La Txurri no le gusta chupar espinas, ella misma no me permitió pedir jurel, y al final elegimos sama y breca.
La chica tomó la comanda y nos trajo las bebidas un camarero: agua para ambos, Fuenteror, desde 1916 en Gran Canaria, y Viña Sol (13,5), blanco, amargo y catalán, también para los dos comensales. Como me serví el agua en la copa grande, en la incorrecta (error grave el mío, pero tanto sol y tantas birras rehidratantes…), el camarero me reconvino y se puso a presumir con voz gangosa: «Yo he estudiado en Santa Brígida, en la escuela de hostelería, cerca de Las Palmas, porque me pude gastar 10.000 euros, que otros no pueden, y sé de protocolo y por eso podría servir al Rey si viniera aquí ahora mismo y bla, bla, bla». Ya, mucho protocolo y de la misma se llevó el corcho (hay que dejarlo en una bandejita, oiga) tras escanciarnos más cantidad de la reglamentaria («para que acabes antes y pidas otra botella», observó mi esposa, que ese día bebió vino y el nivel de la botella bajó rápidamente) y -mirad qué friki- el tío al poco se puso a coquetear con una adolescente guiri que comía en la mesa aneja, ante el pasmo paterno. ¡Qué crack el del protocolo! El maromo mutaba de voz y de personalidad, a veces parecía argentino… y resultó ser un matagatos.
Pulpo en Playa de Mogán
Empezamos con los entrantes y, como se les habían acabado los mejillones (jo, vaya día: todo me estaba saliendo mal), no los pudimos ingerir ni a la vinagreta ni en salsa. Grrr… Así que únicamente compartimos pulpo a la gallega (9,50) con pimenton pero sin patatas («si quieres te pongo patatas», me ofreció la chica, pero me imaginé patatas fritas en vez de cocidas y descarté el asunto). Eran trozos cortados a unos ocho milímetros de grosor y el pulpo estaba rico, suave y blando, a pesar de soportar mucha sal gorda. Estaba casi tan bueno como el mejor pulpo que he comido en mi vida: en Corralejo, Fuerteventura. El pulpo lo acompañaron, sin solicitarlo nosotros, con dos panecillos calientes y un cuenquito con salsa alioli por lo que me cobraron tres euros en total (caro, sí).
Los segundos fueron los ansiados pescados, presentados en platos congestionados con guarnición de ensalada más patatas cocidas, y dos salsitas: mojo naranja, con pimentón, para la patata, y mojo verde, con cilandro, para el pescado. Yo deseaba comer bocinegro, que es un pez parecido al besugo, pero no había y nos plantearon un filete de sama que les quedaba y que se parecía al besugo. Al final se lo quedó La Su y le sirvieron una lámina exquisita, perfecta de tamaño para ella, quien retiró el pepino de su ensalada, claro. Yo pedí breca, una especie de cabracho de roca, y me trajeron una pieza entera, grande, tiesa, con escamas y todo, menos sápida que la sama, pero potente y genuina. Un poco más sosa y con más espinas, por lo cual me costó despacharla pues la luz se atenuaba en la terraza y estábamos lejos de los farolitos. Ah, ignorábamos los precios del pescado al pedirlos y nos cobraron 16,75 y 12,75, pero no sé cómo distribuirlos.
En esas apareció un minino negro, un cachorrito simpático que se sentó a la espera en el borde de la acera, sin maullar ni insistir. La Txurri lo descubrió y le llamaba «negrito guapo» y tonterías similares. Le lanzaba trocitos de sama (besugo, hay que joderse con el gato gourmet) y se los zampaba de un bocado y volvía a mirar expectante. «Dale algo de lo tuyo», me conminó Susana, y le tiré un trocito de patata. Lo olió y lo ignoró. «Dale pescado», me insistió la parienta. Le arrojé un ojo de mi breca y Negrito se lo zampó en un pispás. Y en estas irrumpió el camarero del protocolo y espantó al gatito y se justificó alegando que el Ayuntamiento le podía multar por alimentar a los gatos callejeros y que él quiere mucho a los animales porque tenía dos gatos y un chihuahua (lo escribo ahora y no me lo creo).
Yo ya no tenía hambre, pero como ansiaba gastar más pedí de postre media de queso. Supuse que me iban a cobrar lo mismo que por una ración completa, rectifiqué y la pedí entera (7,2). El camarero informó que era de queso de Fuerteventura y lo presentaron en rectángulos, con aceitunas. Era queso de cabra y estaba un poco frío. Para mí su sabor no pasaba de mediocre, pero para La Txurri, la del paladar, estaba exquisito. Y el gato ahí andaba otra vez, mirando, pero el camarero friki del protocolo irrumpió como un loco y lo espantó de nuevo haciendo ruido. Entonces nos confesó con su voz gangosa: «Ya he matado dos gatos. Les dejo un polvo repelente y me he pasado con la dosis dos veces». Se quedó sin propina, claro, por matagatos. Pagué con tarjeta 67,73 euros, despejamos la terraza y bebí un mojito cargado en el paseo de la playa para quitar el miedo a la escarpada carretera en el camino de regreso al hotel.
(Le costó encontrar pescado a Óscar Cubillo)
Avenida El Castillete, 8; 35138 Puerto de Mogán (Gran Canaria, Islas Canarias)
928 56 5135 _ 658 781 236
Otro más de los licenciados en Ciencias Económicas que pueblan la nómina colaboradora de esta web. Cuando le da por ser comunicativo, manifiesta que publicó el mejor fanzine de rockabilly de España (el Good Rockin’, allá por los 80) y la mejor revista de blues de la Europa Continental (llamada ‘ritmo y blues’, editada de 1995 al 2000). Actualmente junta letras por dinero en el periódico El Correo, por comida en El Diario Vasco, por ego en Lo Que Coma Don Manuel y por contumacia en su propio blog, bautizado ‘Bilbao en Vivo’ y tratante, sobre todo, de conciertos en el Gran Bilbao, ese núcleo poblacional del que espera emigrar cuanto antes. Nunca ha hablado mucho. Hoy día, ni escucha. Hace años que ni lee. Pero de siempre lo que más le ha gustado es comer. Comer más que beber. Y también le agrada ir al cine porque piensa que ahí no hace nada y se está fresquito.
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