Maré Alta (Machico). En la única playa de Madeira
Como pretendían cobrarnos 106 euros por un día de alquiler de coche en la multinacional Avis, el sábado de la semana vacacional en Madeira hicimos una excursión en autobús de línea hacia el norte, hasta Machico, por donde entraron los conquistadores portugueses (hay una placa que lo recuerda; una placa que recuerda el descubrimiento, no nuestra excursión, en efecto). Machico es el puerto más importante del archipiélago y cuenta con la única playa de la escarpada y rocosa ínsula, con arena traída desde la isla de Porto Santo, más al norte. Palpé esa arena y de tan fina parecía serrín.
A Machico llegamos por carreteras secundarias, serpenteantes y en montaña rusa (casi me pongo malo, pero no por ver los precipicios, ¿eh?), y en total los cuatro trayectos de bus nos costaron 13,40 euros. Arribamos a Machico pensando que habría algo pero no, no había nada. Un viejo fuerte amarillo, la iglesia de aura colonial celebrando el quinto centenario de la creación de la diócesis, un hotel de la cadena Dom Pedro viejuno, obsoleto y sin balcones, varios bares-restoranes por la parte vieja, y otros en el paseo. En uno de los del paseo nos sentamos en su terraza pero nos piramos sin rencor porque no nos atendían. En el otro, el Maré Alta, que anunciaba ‘peixe & mariscos’, nos atendieron eficientemente y libamos un aperitivo: yo Madeira seco con tres años de barrica, a 3 euros, de color brandy y sabor dulzón y riquísimo, idóneo para el momento; y Susana su predilecta cerveza negra, marca Coral, a un euro el botellín. Ahí nos preguntaron si nos quedábamos a comer y respondimos que sí.
Había mucha gente en la terraza del Maré Alta. Yo desde mi asiento veía la línea del horizonte mar, las islas deshabitadas del fondo y a veces algún avión que partía rugiendo del aeropuerto de fama peligrosa («al aterrizar no mires por la ventana, que te mueres de miedo», me advirtió Gerardo Cremer). A gusto se estaba ahí, sí, y aunque yo no pernoctaría muchos días, debido a la demasiada tranquilidad aislada de Machico, no me importaría repetir comida en ese local, pues lo pasamos bien, todo estaba rico, el precio no era excesivo y también parecían disfrutar los comensales que nos rodeaban: alemanes, ingleses… y al fondo, chillones, qué raro, los españoles.
Venga, al lío. Nos prepararon una mesa doble, pues con tantos platos para guarniciones no cabía todo en una normal. El mantel de tela azul cielo con motivos marinos, las servilletas de papel dobladas en triángulo, más cuatro cubiertos dispuestos en su orden. Todo muy profesional, excepto la inevitable servilleta papelera. No importa; o sí, pues la mía se me voló con la brisa. Ya sabedores de que en Madeira sirven mucha comida y guarniciones hasta triples, pedimos sólo un entrante, aunque yo habría pedido también algunos langostinos, que llegaron a otras mesas diciendo cómeme. Los platos eran todos muy vistosos, opíparos y coloristas en el Maré Alta. La camarera nos recomendó percebes que desestimamos, había ostras a dos euros la unidad (no probé ninguna por no beber con blanco o champán, champán, champán…), poca oferta de carne, chicharros a seis euros (fritos y muy turrados parecían los de otras mesas), o pulpo de tres tipos. Dijo Susana: «Si alguien deja pulpo, lo cogemos». Y yo reconvine su actitud: «A ver cuándo dejas de hacer comentarios culinarios cutres y parasitarios. Sólo hablas de llevarte comida del bufet, de robar los edulcorantes de las cafeterías, de ir a los sitios con bocatas preparados en casa…». Se rió y dijo que lo pusiera.
Sigamos. Aunque en la carta había blancos atractivos y cavas, de vino pedí media botella de Marqués de Borba (7 euros), de 2012, tinto del Alentejo, 14 º, mineral, astringente y con fruta roja. Muy rico, nunca me ha fallado en Portugal. Empezamos con el único entrante, ‘mejillones’ (7,50, euros), ocho grandes piezas, genuinos, pelín duros, con ajo y el acostumbrado cilandro del gusto luso. Unté la salsa con las sencillas rebanadas de pan mientras miraba los barquitos recortados en el horizonte y ahora pienso que otros entrantes habrían estado mejor. El pan lo usamos también para comer el queso fundido, tipo La Vaca Que Ríe pero más rico, que le encantó a La Su.
De segundo, Susana pidió ‘bife do lombo’ (12 euros), o sea de buey, un solomillo doble como un abejorro doble, que diría Francis Scott Fitzgerald. Llegó guarnicionado por un plato aparte de patatas fritas sin más, pero lo que es la carne estaba jugosa, tiernísima, sabrosísima, al punto. Algo para recordar toda la vida. A mi esposa le gusta la carne muy hecha, si es requemada mejor, y ésta estaba rojiza, pero la probó, la volvió a probar, la masticó un poco, y manifestó: «La mejor carne que he comido en mi vida». Y ella es un morrofino con paladar que ha comido muchas cosas ricas por tradición familiar, ¿eh? Por ejemplo, después de Navidad, con tanto jamón de regalo a la figura paterna, protestaban las hermanitas a la hora de merendar: «jo, otra vez bocadillo de Jabugo». En serio.
Yo pedí el ‘mixto de pescado’ (16 euros), o sea una parrillada servida en gran plato ovalado. Había cuatro piezas pescateras más dos adornos: un mejillón grillado muy bueno más un langostino rico hasta la testa. La guarnición era también doble, por servida en dos platos, con brócoli, patatas cocidas, tomate, batata dulce (o sea boniato), zanahoria e incluso mazorca de maíz que comí con las manos y con felicidad. Los pescados eran: espada, un trozo con la espina central, blanco, se deshacía de suave, muy sabroso; pargo, genuino, el típico sabor suculento que buscas comer en todo restaurante; atún, suave, desmigable, profundo y potente, parecía increíble que tan desnudo en su aspecto atesorara tanto sabor; y charoteiro, otra suerte de túnido suavísimo. Una gozada todo, en cantidad apropiada para Gargantúa.
Entonces Susana, la de la memoria prodigiosa y en ocasiones temible, evocó: «Hace un año comimos en Cascais, en la cervecera», y se refería a la Cervejaria Camoes. De postre yo deseaba tarta al whisky, con chorrete, claro, pero no les quedaba. Costaba unos cuatro euros en la carta. En su sustitución me preguntó la camarera si quería una tarta romántica, pero le repliqué que no, que ya estoy casado. Al final, Susana, mi esposa, pidió café con leche (1,60), aparente y grande, y yo una copita de poncha (2 euros), el licor isleño típico, en ese caso espumoso, con sabor a miel y a ron, y aparentemente cabezón. Pagué en total 48,10 euros, no me cobraron el pan ni mi aperitivo de vino seco/dry de Madeira (tres euros valía en carta), pero quizá se equivocaron por hacerlo en una nota manuscrita, chapucera y quizá fraudulenta con el fisco. No obstante, me pareció muy bien todo del Maré Alta: comida, bebidas, precio, entorno, compañía, servicio, vistas, terraza…
(le complace almorzar en terrazas marineras a Óscar Cubillo)
Rua Conselheiro José Ribeiro da Cunha; 9200-094 Machico, Madeira (Portugal)
(+351) 291 607 126
Horario: todos os dias, das 11:00 às 23:00
Otro más de los licenciados en Ciencias Económicas que pueblan la nómina colaboradora de esta web. Cuando le da por ser comunicativo, manifiesta que publicó el mejor fanzine de rockabilly de España (el Good Rockin’, allá por los 80) y la mejor revista de blues de la Europa Continental (llamada ‘ritmo y blues’, editada de 1995 al 2000). Actualmente junta letras por dinero en el periódico El Correo, por comida en El Diario Vasco, por ego en Lo Que Coma Don Manuel y por contumacia en su propio blog, bautizado ‘Bilbao en Vivo’ y tratante, sobre todo, de conciertos en el Gran Bilbao, ese núcleo poblacional del que espera emigrar cuanto antes. Nunca ha hablado mucho. Hoy día, ni escucha. Hace años que ni lee. Pero de siempre lo que más le ha gustado es comer. Comer más que beber. Y también le agrada ir al cine porque piensa que ahí no hace nada y se está fresquito.
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