Jungla del sábado noche
Si ya entre semana la calle Ledesma, en Bilbao, es punto de encuentro recomendado en cualquier guía, la noche del sábado se convierte en una especie de jungla en la que, como es sabido, tan sólo sobrevive el más fuerte.
Uno pudiera pensar que la fauna autóctona de aquel lugar responde a los parámetros típicos del bilbainito/a de mediana edad y clase media que trata de aparentar algo más. Sin embargo, los burguesitos comparten noche con grunchetas, pijos, cuadrillas de poteo y gente sin calificación posible; eso sí, en una comunión perfecta que sólo es posible encontrar en las inmediaciones de los múltiples templos de Baco que, en forma de bares, tascas y figones, inundan nuestra villa.
Pues bien, hete aquí que la pareja compuesta por quien escribe estas líneas y su mujer decidieron dar rienda suelta al caos y la locura acudiendo, en hora punta, a uno de los locales más concurridos del lugar: el Marimar (Calle Músico Ledesma nº7, Bilbao). En este bar, además de los bocatitas que junto con las más variadas tortillas de patatas se disponen a lo largo de toda la barra, se puede solicitar de la cocina las típicas patatas fritas con diferentes salsas, así como una carta de bocadillos que llevan por nombre diferentes calles de Bilbao.
Abriéndonos paso como pudimos, llegamos a un espacio libre de unos dos metros cuadrados que juramos defender con nuestra vida. La gente no dejaba de pedir comandas y, como es obvio, la variedad de los bocatitas que ya estaban dispuestos en barra para autoservirse ya no era digna sino de ayudar, única y exclusivamente, como guía de referencia de las variedades que menos gustan al público.
Por ello, en vez de ser consecuentes y asumir la derrota, decidimos quedarnos en aquel abarrotado espacio y cometer una de las mayores insensateces que podíamos haber perpetrado. En efecto, solicitamos del camarero la elaboración, en cocina, de un bocata de los que no había en barra, así como de unas patatas alioli. Craso error, como diría aquel.
Pasados 15 minutos, en los que la espera bien pareció una de las doce pruebas de Hércules, el camarero se nos acercó para preguntarnos «Oye, ¿qué era lo vuestro?». Aquellas palabras terminaron de romperme por dentro pero, haciendo de tripas corazón, le volví a recitar nuestro pedido: un bocata Abando y una ración de patatas alioli.
La tensión se mascaba en el ambiente. Por supuesto, nosotros no éramos los únicos a los que habían perdido su pedido en esa especie de triángulo de las Bermudas que se debía haber formado entre la cocina, la barra y la puerta del baño. Pronto, las miradas cómplices de quienes habíamos sido injustamente olvidados en el reparto, se fueron entrelazando a lo largo de la barra formando un ejército de agraviados dispuestos a hacerse notar. Todo ello, bajo la música de vajilla rompiéndose que, con una cadencia regular, amenizaba nuestra espera.
Mis ojos casi se llenaron de lágrimas cuando, otros diez minutos después, el camarero, con una sonrisa de oreja a oreja, emprendió marcha hacia mí, enarbolando un plato con un bocadillo. Pero, como suele decirse, qué poco dura la alegría en la casa del pobre… Por supuesto, el bocadillo no era el que habíamos pedido.
Fue entonces cuando comprendí que el camarero había pasado a ser uno de los nuestros, un indignado más, y eso me reconfortó. Por fin aquella persona había logrado entender que no era normal lo que estaba pasando en aquella cocina y, lo que era más terrible para él, que la ira que estábamos empezando a sentir la cohorte de agraviados que inundábamos la barra iba a ser volcada, de un momento a otro, exclusivamente sobre sus hombros.
En ese instante el camarero abandonó la barra por un minuto o dos y, pasado aquel tiempo, comenzó a sacar pedidos como un poseso y, entre ellos, aunque ya había perdido toda esperanza, se encontraba el nuestro.
Fueron más de 25 minutos de espera y, nada me hubiera gustado poder decir más que “mereció la pena”. Sin embargo, lo cierto es que no todas las historias pueden tener final feliz y, en nuestro caso, la tortilla de patata estaba sosa y fría, el jamón serrano no sabía a nada y las patatas casi no tenían salsa pero, qué le vamos a hacer… Al menos, a la hora de pagar el camarero me pidió disculpas una y otra vez; eso sí, sin visos de hacerme alguna rebaja en concepto de daños y perjuicios.
Es así como el sábado aprendí una buena lección: incluso un buen local, con un buen producto, como es el Marimar, debe ser evitado cuando para entrar en él debes usar tus codos para abrirte paso.
(Ekain Rico)
El patriarca de esta cosa. Considera que el acto de comer es uno de los placeres más enormes que nos ha procurado la existencia. Y a eso se aplica. Y a contarlo.
Qué grandes verdades cuenta el amigo Oscar
Existe una proporción directa entre el número de años que acumula el género y las posibilidades de que esté en el mercado en condiciones optimas de ser adquirido por un costo residual. Por si no ha quedado claro me refiero, naturalmente, a los bocatas 🙂
Un día al amigo Pato también le sirvieron en el Marimar un bocata que no pidió. Y otras tardes también tardaron en prepararnos los bocatas, pero es lo que sucede cuando se va a los sitios en hora punta. Por eso yo en el Marimar suelo papear bocatitos ya expuestos en la barra. Me gusta mucho el de tortilla de patatas con tomate y jamón. Pero más me gustaba una camarera flaca pero jamona, sudamericana pero felina, una mature morenaza y rizada siempre a la defensiva, aunque una vez se le escapó una sonrisa. Ignoro si sigue currando tras esa barra blanca e irregular. Y los parroquianos en ese bar son poco glamurosos, por así decirlo. Eso sí: cuando entro en el Marimar miro en derredor, calculo a cuantas me podría ligar, y me alimento tan contento, a pesar del vino caliente. En serio.