Amarantos (Suances). ¿Ha vivido tiempos mejores?
Conozco la posada Amarantos porque he atravesado el céntrico paso de cebra que tiene enfrente decenas de veces. En coche o andando, pues se halla en el cruce principal de Suances. He mirado muchas veces su menú diario, expuesto en una pizarra, y a menudo me molaban muchas cosas, pero me rechazaba el local, exento de glamour. Limpio, pero sin personalidad. Rural, empero elegante. El nombre del Amarantos, además, me asaltaba con motivo de sus jornadas gastronómicas diversas, no sé si del arroz, o del abacanto, tanto monta, monta tanto. Y hasta pienso que su apelativo lo he visto en ofertas hoteleras por Internet, pues la empresa que nos ocupa se trata de un hospedaje-bar-restaurante.
El caso es que la última vez que visitamos Suances (dos noches en el hotel La Concha, mirando al mar, nadando yo a finales de octubre y viendo el 3-1 del Madrid al Barça), ya yendo en coche, en ruta para comer lechazo en Cerrazo, le pedí a Susana, mi esposa, mi conductora, mi ‘conducator’, que pasara despacio por delante del Amarantos para mirar la pizarrilla del menú por 14,50 €. Vi que había cordero, y le ordené… aparca ahí. Ya a pie entramos por el bar, pedimos mesa para dos y nos condujeron al comedor, con cristalera a la fachada, a la carretera. El comedor estaba vacío y nos acomodamos pegados a la pared. Yo veía la calle tras las cortinas y me fijé en la decoración sin personalidad del refectorio (buf, esa pared en verde…). Susana juzgó poco cool el puestecito de control en el centro del comedor. Por la mantelería de hilo se intuía que el local ha vivido mejores tiempos y que la competencia ahora es mucha. Las servilletas de tela olían a lejía, señal de limpieza.
Pedimos el menú diario y le pregunté al encargado qué vino lo acompañaba. «De mesa, normal», respondió con gesto destemplado y ojos apagados. No le vi muy vocacional al caballero. Me decidí al instante por una de las medias botellas de la carta de vinos. Marqués de Riscal, a buen precio. No tenían. Otra de Ribera. Tampoco. Dejándome con la palabra en la boca se apresuró a mirar cuál tenía media y desde el otro extremo del comedor alzó la voz: ‘Carlos Serres’. Pasé de esa. Le dije que quería una botella normal, de 75 centilitros, y que me llevaría el resto. Se lo tuve que explicar dos veces, porque parecía no entenderme. Definitivamente solicité una botella de Heras Cordón, vendimia seleccionada 2006, bodega de Fuenmayor, un clásico de la Rioja, aroma carnoso, sabor suave y tradicional, 13 graditos. 13 euros más IVA. Mi esposa objetó que ése era el mismo precio de un menú y así es la vida le respondí yo.
Bebí muy poco, ni dos copas. Imagino que podría haber tirado con el vino de mesa, pero estaba muy influido por la bronca que tuvo Frank Gehry ese mismo fin de semana en los premios Príncipe de Asturias, cuando afirmó que el 98 % de los edificios era ‘pura mierda´. Ya, igual que el vino de los menús diarios en España, se me ocurrió la comparación. Y eso que España (perdón, Estepaís) es el primer productor mundial de vinos y el segundo exportador.
Al grano. En el Amarantos ese domingo de primero había cocido montañés, sopa de pescado, entremeses fríos y calientes, pasta carbonara, puerros con vinagreta y arroz marinero. Pidiendo el claro peleón habríamos podido compartir espárragos y entremeses, pero yo, como casi siempre que hay posibilidad, elegí sopa de pescado, muy líquida y servida quemando. El caldo albergaba gambas congeladas, almejas de las buenas y pescado blanco un poco insípido para un conjunto aparente que, combinado con el vino, hacía que éste supiera más a cacao. Susana quiso arroz marinero, servido como si viniera de una flanera invertida. Con poco ingrediente extra pero resultón, con almeja excelente. En general estaba un tanto sosito, se le notaba el ajete y el perejil, y en su base había un caldito que Susana untó. Juzgó que estaba muy bueno el arroz. Le doy la razón.
Más o menos por entonces surgió un incidente. Por la puerta entró una familia de matrimonio y niña (me chanó la esposa, por cierto, y ya me imaginaba toda la comida haciendo ojitos) y pidieron sentarse en la pared. El encargado, poco vocacional, un tanto extraño, apagado, ya se ha dicho, les contestó que no, que esa mesa lateral era para cuatro y que ellos eran tres, que se colocaran en el medio, en una mesa preparada para dos, por otra parte. Los de la familia insistieron, el camarero les decía que eran tres, no cuatro, sin siquiera mentirles y decirles que estaban reservadas, y los potenciales clientes se largaron sin que les faltara razón. «Qué grosero», dijo la esposa al pasar a mi vera. Ya: no le habría costado nada ponerles en la esquina, porque el local no se iba a llenar. Qué raro todo. Qué tensión tan destensada, como si todos ahí fueran de la película ‘Los otros’. O sea, muertos.
Prosigamos. Los segundos platos superaron a los primeros. Había merluza rellena, salmón plancha, parrillada de carne, pato confitado, lechazo al horno y sartén de gulas. Mi esposa pidió lo que yo nunca pediría en esa coyuntura: sartén de gulas, o sea un poso de patatas fritas, un par de huevos fritos (mal fritos, un poco cocidos) y gulas con su picantillo. Todo combinaba muy bien y a Susana le encantó: «de miedo, de cortar», dijo que estaban. Yo pedí el lechazo al horno y cuando llegó el cordero, oh, qué decepción la mía por su tamaño y su pinta. Y las patatas eran fritas, no panaderas. Probé una patata… ¡y qué rica! Probé el cordero, uno de los dos trocitos de extremidad, y… hum… ¡qué rico! Sabroso, suave, bien hecho. Y al final no hubo tan poca cantidad. Me encantó. Sólo por este cordero repetiría comida en ese local.
En el Amarantos ya estaban ocupadas tres mesas: la nuestra, otra con dos parejas y otra doble con siete personas de una familia de cuatro generaciones, de los abuelos hasta la bisnieta. En total 13 comensales. No me explico por qué el encargado trató tan inapropiadamente a la familia triple que se largó. ¿No querría trabajar tanto? En fin… De postre yo pedí unas natillas justitas, asaz frías para mi gusto y con grumos en la base, y Susana un helado, industrial, de Frigo, con galleta un tanto revenida, vaya por Dios. Además, aparte ella bebió una bañera de café con leche potable que costó 1,50 más IVA, y en total pagué 44,95 € con tarjeta. No dejé propina porque nunca lo hago. Abandonamos Suances para regresar a nuestro barrio de… primente. Igual regreso al Amarantos. Y pido el vino de mesa, y si no me chana, pues elijo otro de la carta. Salud.
(sólo por ese lechazo volvería al Amarantos, Óscar Cubillo)
web de Hospedaje-Bar-Restaurante Amarantos
Quintana, 4; 39340 Suances (Cantabria)
+34 942 81 03 77
Otro más de los licenciados en Ciencias Económicas que pueblan la nómina colaboradora de esta web. Cuando le da por ser comunicativo, manifiesta que publicó el mejor fanzine de rockabilly de España (el Good Rockin’, allá por los 80) y la mejor revista de blues de la Europa Continental (llamada ‘ritmo y blues’, editada de 1995 al 2000). Actualmente junta letras por dinero en el periódico El Correo, por comida en El Diario Vasco, por ego en Lo Que Coma Don Manuel y por contumacia en su propio blog, bautizado ‘Bilbao en Vivo’ y tratante, sobre todo, de conciertos en el Gran Bilbao, ese núcleo poblacional del que espera emigrar cuanto antes. Nunca ha hablado mucho. Hoy día, ni escucha. Hace años que ni lee. Pero de siempre lo que más le ha gustado es comer. Comer más que beber. Y también le agrada ir al cine porque piensa que ahí no hace nada y se está fresquito.
Comenta, que algo queda