La Rectoral de Cines (Oza dos Rios). Se come bien en el monasterio
Es la casa Rectoral de San Nicolás de Cines. Cines, para los parroquianos de esta pequeña aldea perteneciente al ayuntamiento de Oza dos Rios, en la comarca de As Mariñas, en A Coruña. Se intuye que, si estamos en la rectoral, la iglesia no está lejos, y la intuición no falla. En realidad la iglesia románica y gótica, edificada sobre una antigua ermita del siglo X, está tan cerca que si el coro cantase se oiría en la mesa. No era hora de misa cuando fuimos, ni sabemos si hay misa cantada, pero nos encargamos de meternos entre pecho y espalda, dando por hecha la bendición, unos cuantos platos de los muchos que se sirven. Aclaramos, antes de empezar, que no todos los que figuran en la carta están disponibles y que, a mayores, se sirven otros que no figuran.
Pedimos lo que íbamos a tomar y, mientras se servía, a la mesa llegaron de aperitivo unas porciones de empanada de atún a las que dimos salida con unos tragos de mencia de otra rectoral, la de Amandi, en la Ribeira Sacra. Apostamos por productos de la tierra y el vino nos gustó tanto por su color cereza como por su sabor afrutado. Diría que acertamos.
La empanada, rica, quizá un poco falta de sal, pero sobre todo cargada de bonito y no de cebolla, pecado que suelen tener en demasiadas ocasiones. El restaurante lleva a gala servir platos tradicionales gallegos, así que la empanada era tan imprescindible como ese vino y agua gallegos que nos ayudaban a aligerar bocados. Me pierdo. Como digo, la empanada rica, jugosa y con masa finamente estirada, a caballo entre el hojaldre y el pan. Por cierto, lo que eché en falta es que, precisamente, el pan no fuera sino ya de Cea, Carral, Neda u Ousá, al menos si un pan común de bolla, moña, rosca o barra, pero de harina de trigo gallego. Pena, penita, pena que fueran esos mini panes en forma de diminutas chapatas. Ricas, eso sí, pero no cumplen el requisito de “tradicional gallego”.
Llegaron los entrantes: croquetas, callos y pulpo. Croquetas de jamón muy suaves, aunque no les hubiera venido mal más carga porcina para ahuyentar el sabor de mantequilla con la que habían elaborado la masa. A ver, que no se me entienda mal, estaban en su punto de temperatura, crujientes por fuera y suaves por dentro, pero jamón, lo que se dice jamón, no había mucho. Como dice mi padre con sorna, el título de jamón se lo habían dado por el paseo que el marrano había dado delante de la cocina mientras elaboraban la masa.
Imprescindible pulpo
Imprescindible pulpo si se está en Galicia. Sigo preguntándome por qué los lucenses, con menos kilómetros de costa que A Coruña, se han ganado la reputación de ser los mejores pulpeiros de toda Galicia. Bueno, a lo dicho, estábamos en Galicia y era difícil sustraerse a la idea de comer pulpo en alguna de las versiones que se ofrecían en la Rectoral: a feira o a la brasa. Ganó la primera opción. Raciones abundantes y, aunque hubiera preferido una cocción más al ‘dente’, el cefalópodo estaba bueno y cargadito de pimentón, en poca medida picante, y rociadito con aceite de oliva. Me sorprendió que no se acompañase con trozos el tubérculo rey que ha hecho merecedores a mis antecesores, y a los de Manuel Rivas, de ser conocidos como “los comedores de patatas”. ¡Ummm! Qué ricas esas patatas que se tornan rosadas cuando se cuecen en el mismo agua en la que se ha hervido el pulpo.
Y, cómo no, callos. Callos que en Galicia vienen de la mano de garbanzos. Sea verano o invierno, los callos no faltan en las fiestas familiares y, al igual que en esas ocasiones, el olor a comino se esparcía por la mesa. Volaron, no quedaron ni los pellejos. Solo la buena educación, o el intento de no parecer un troglodita, nos llevaba a preguntarnos unos a otros si alguien iba a comer la última porción que quedaba en la mesa. La “vergüenza del gallego” apenas duró segundos sobre el mantel.
Y llegó el momento de pedir los platos principales: rape, carrilleras, bacalao asado y jarrete de ternera se impusieron a otras opciones tan tradicionales y gallegas como las vieiras o las zamburiñas, por ejemplo. Volvimos a enfrentarnos a raciones generosas, tanto que terminamos llevando la parte inacabada a casa para que sirviera de cena o comida al día siguiente. ¡Ay, que me disperso otra vez! Sigamos.
Cuatro medallones de rape descansaban sobre una cama de patata panadera y junto a unas verduritas picadas que podrían ser calificadas de pisto, sin el huevo de “ligue”. Rico, rico. Jugoso y fresco el pescado y me atrevo a decir que las patatas no habían hecho muchos kilómetros desde la huerta al horno. Posiblemente de pastos cercanos se habían alimentado también el cerdo y la ternera con la que los platos de carne se habían elaborado. Con el jarrete tuvimos un pequeño debate hasta concluir que es el equivalente al morcillo o al ossobuco. Muchos nombres diferentes para el mismo producto hacen que mi memoria de pez se quede en mínimos cuando más necesaria es. Es un misterio saber por qué mi madre sigue llamando bistec a mi filete. Debe de ser porque Galicia está más cerca de Londres y Bilbao de París, aunque conste que mi madre no sabe ingles ni yo, su hija, sé francés. Al hilo, que me pierdo otra vez. Tierno el jarrete, como tiernas estaban las carrilleras, oscuras y melosas porque estaban cocidas con vino tinto. No sé en qué aguas habría nadado el bacalao, otro de los platos frecuentes en la cocina tradicional gallega. Simplemente cocido con patatas, está de muerte lenta. Completa, completísima ración de un filete grueso y bien sellado en la plancha, lo que no impidió que se mantuviera jugoso por dentro. De diez.
A estas alturas había poco sitio en los estómagos para dejar un hueco a los postres. Aun así, no quisimos levantarnos de la mesa sin haber probado un par de ellos. Yogur con frutos secos y miel y una tarta de yema. Del primero poco que decir, simplemente una combinación de productos ya elaborados y servidos en copa. La miel del fondo, ligera, no parecía autóctona. El yogur, un griego de compra, y los frutos rojos directos del supermercado. La tarta, algo más trabajosa, por decir algo, ya que simplemente era una acumulación de capas. Bizcocho, nata y la tercera yema, a modo de San Marcos. Error no incluir entre los postres algo característico de la zona, como quesos kilómetro cero, kiwis gallegos o, estando tan cercano el carnaval, alguna “oreja”.
Volveré una vez más, seguro. La comida, en líneas generales, bien. La atención muy buena. Sonrisas y cariño de la gente joven que atiende en mesa y una decoración entre paredes de un metro de grosor que, cosas de la imaginación, me trasladan a la casa de Rosalía de Castro en Padrón. Debe de ser la nostalgia. Bueno, la morriña.
(le invade la morriña a Araceli Viqueria)
web de La Rectoral de Cines
Casas Novas, 4 / San Nicolás de Cines. 15380 Oza dos Ríos (A Coruña)
981 777 710 | 686 385 306 | reservas@larectoraldecines.com
Lo peor de presentarse uno mismo es que te ves con los ojos de otro y que el tiempo no perdona. Ni el tiempo ni tú misma lo haces. Confieso que me arrepiento. Me arrepiento de no haber dado el paso antes. Han tenido que pasar tres décadas, y tropezar con viejos/nuevos compañeros, para que me decidiera a disfrutar de lo que me gusta, sin la presión que supone ser periodista, que lo soy. Comer y viajar; no importa en qué orden, siempre figurarán entre las mejores cosas que le pueden ocurrir a uno. Y en eso estamos.
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