Antropofagia, canibalismo, gastronomía y sexualidad. El sutil sabor de la carne humana (te lo como todo, todo, todo)
Aquellos que la han probado, dicen que la carne humana tiene un sabor dulzón, similar al de la carne de burro joven o la de cabrito. Las dos comparaciones, no cabe duda, nos dejan, como especie, en muy mal lugar. Imagino que esas referencias serán de cuando el ser humano comía cosas naturales y no de nuestra época en la que todos estamos hipermedicados y, nuestro organismo, lleno de productos tóxicos. Váyase usted a comer un foie hecho con el hígado de un paciente forrado de boticas contra el colesterol o el de un adicto a la comida basura. Me imagino que la cosa, de saber, sabrá bastante rara, por no decir muy mal.
La antropofagia es una de las últimas fronteras culturales que le quedan al ser humano y, cuando periódicamente se publica la noticia de un caníbal que trocea y se come a su víctima, la fascinación mezclada con el horror hacen que se convierta en gacetilla popular. Hasta que llega el siguiente caníbal para quitarle el protagonismo.
El homo sapiens, dicen los antropólogos, debe su capacidad cerebral y su ¿inteligencia? a la ingesta de carroña. Ese plus energético que proporciona la carne se convirtió en la gasolina que necesitaba el cerebro de los homínidos para pasar al género sapiens. La caza y la carroña, el hecho de colaborar para conseguir esa dieta premium, nos hizo hombres, pero también nuestra dieta, al parecer, sirvió para hacernos más agresivos. Somos monos asesinos porque, desde los albores de los tiempos, en nuestra dieta han participado, de manera involuntaria, los vencidos en las reyertas tribales, los débiles, los enfermos y, en épocas de escasez, todo el que pasaba por allí y tenía un tendón que rebanar o un muslo que trocear.
En todo caso, nuestros tatatarabuelos no debieron cebarse con su parentela en exceso ya que, como prueba viva, aquí estamos su descendencia para contarlo. Otros que se emplearon con apetito a comer a sus congéneres no tuvieron la misma suerte. Los neardentales, al parecer, se extinguieron por comer (ritualmente) los cerebros de sus muertos, lo que, según señala el artículo A potential role for Transmissible Spongiform Encephalopathies in Neanderthal extinction, dio como resultado una larga cadena de enfermedades relacionadas con la, tristemente célebre, encelopatía espongiforme.
Parece estar clara la relación entre canibalismo y sociedades con recursos alimentarios agotados. Un ejemplo es el ecosistema mesoamericano que, bajo el impacto de los siglos de aprovechamiento intensivo de sus recursos naturales y de alocado crecimiento demográfico, a falta de opciones más baratas, se decidió a incorporar de forma masiva la carne humana como fuente de proteínas animales.
En su trabajo ‘Caníbales y Reyes. Los orígenes de la cultura’, Marvin Harris habla de los aztecas y de cómo “todos los días se sacrificaban cuerpos humanos, y las grandes bajadas lisas de las pirámides y montículos tenían como fin conducir al cuerpo muerto hasta donde era partido en pedazos (se supone que por sacerdotes) y repartido entre la nobleza o el pueblo». Historiadores como Diego Durán lo confirman en sus escritos: «Los aztecas avanzaban sobre sus enemigos cazando a los hombres como presas de alimento”. El inefable Mel Gibson retrata el sacrificio, por el nada sutil método de arrancar el corazón palpitante de la víctima todavía consciente por la espalda, en Apocalipto. La carne humana en esos tiempos era un manjar y la receta favorita era un estofado condimentado con pimientos y tomates. Las flores aromáticas le daban el contrapunto chic al guisote.
Este último asunto saca a paseo uno de las innegables relaciones que tiene el canibalismo: la atracción sexual que se mezcla con el acto de la comida. Ese “te lo comía todo” bizarro hace volver al origen de la historia. Los Haníbal Lecter que periódicamente aparecen y de los que un psicólogo de guardia, sin duda, nos revelaría que el acto de comer al objeto del deseo es un (rico y tosco) sustituto del sexo.
Podríamos seguir con famosos caníbales y con el canibalismo en la historia. Se nos quedan sin catar brazos e higadillos en el congelador, y Bocassas, y supervivientes uruguayos de accidentes andinos y un largo etcétera.
No sabemos si en una sociedad post-apocalíptica veremos restaurantes que ofrezcan carne humana en su carta pero, por si acaso, si he de ser comido en futuros Blade Runner, desde aquí hago una petición para que a mí me lo rechupeteen todo, todo, todo, que este cuerpo lo merece. Y si he de comer esas viandas, yo soy más de pechuga. Pido que me reserven esa pieza. ¡Bon apetit!
(un artículo explotation by Gianfranco Stegani)
Es el pequeño de los Cubillo Brothers. Nació en 1991, en el mismo Bilbao, es más de salado que de dulce y acostumbra a disociar, con lo cual cambia de apariencia física con frecuencia. Como Robert de Niro antes de rodar Toro Salvaje, pero a lo tonto, por la cara. Él es más de toro tataki. Aprendió pronto que Dow Jones no es un cantante, le incomoda la fama de criticón, pues siempre ha sentido simpatía por el débil, y una máxima guía su proceder: «más vale que zozobre, que no que zofarte…». Católico practicante, que no celebrante, en su bautizo el párroco ofició vestido de Elvis, cantó himnos y salmos, y entonó el ‘Burning Love’. Vio la luz el día que se fotografió con Ferran Adrià y el de L’Hospitalet de Llobregat le puso una mano sobre el hombro al tiempo que decía: «Cuchillo, la gastronomía es el nuevo rock and roll». Amén.
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