Restaurante Munto (Donostia). Salí con una idea: qué bien he comido
Entre las canciones que guardo desde hace años en el disco duro biológico figura el boogie ‘I drink alone’. No obstante, en realidad no me gusta beber solo. Y tampoco comer solo. Más allá de obvias razones de subsistencia, considero ambos ejercicios como auténticos actos sociales. Me gusta beber un trago y continuar la conversación mientras nado en los ojos de mi interlocutor o interlocutora. Y los pocos negocios que cierro, las pocas victorias que celebro y los encuentros con viejas amistades, me gusta que tengan como escenario un refectorio. Sin embargo, en una de mis últimas visitas a Donostia recorrí bajo la lluvia las sendas de Cristina Enea, el parque que Fermín de Lasala y Collado, Duque de Mandas, cedió a la ciudad; hablé con patos, palomas y pavos, pegué patadas a las hojas arrancadas por el frío viento otoñal, busqué inútilmente ciervos, abrí una frigoteca en la que únicamente esperaba lector la ‘Lolita’ de Nabokov y, ya empapado, decidí dar una tregua a mi osamenta resguardándome de las inclemencias meteorológicas en algún restaurante de lo viejo. Aunque fuera para comer yo solo.
Dirigí mis pasos al Morgan, un local que quiero visitar desde que hace meses disfruté en su hermano Morgan Kompany, pero estaba lleno y no me apetecía esperar de pie. Giré a la izquierda, enfilé la calle Fermín Calbetón y, tras desechar la oferta de Bodegón Alejandro, donde aprendió fundamentos de cocina el sideral Martín Berasategui, entré en el Munto, negocio regentado por la familia Gómez Muñagorri desde 2001. Lo hice con intención de comer ensalada templada de bogavante, rape y postre casero por 25 euros. Con esa idea atravesé el pequeño bar y bajé las escaleras que conducen a lo que es, mayormente, el restaurante preparado para dar asiento a medio centenar de comensales. Grandes extintores rojos conviven con cuadros a la venta en las paredes de ese sótano sin ventanas ciertamente acogedor, con vigas de madera en el techo y paredes que combinan ladrillo visto, piedra, pared amarilla y arcos decorativos. Un remanso de paz (¡sin cobertura telefónica!), comparado con su ajetreada barra, donde cotizan al alza pintxos como el ravioli de calamar relleno, la bola del bosque, la bola del mar o los espárragos albarados con jamón ibérico en salsa Roquefort.
He leído en Internet que su personal de barra no destaca por su simpatía, pero yo no tengo queja de sus camareros, uniformados de negro. No se desvivieron por mi, ni derrocharon simpatía, pero tampoco hacia falta. Para hacerme mínimamente feliz bastó con advertirme de que, al margen de lo escrito en la carta que yo asía (ensalada templada de bogavante; langostinos a la plancha; risotto de hongos; pencas rellenas de jamón y queso; crujiente de brik de verduras y gambas; lasaña boloñesa), podía empezar la comida con una sopa de pescado bien caliente. Estupendo, pensé, dado el frío, el viento y la lluvia que había padecido durante mi largo paseo matinal. Y me acorde de mi amigo Dicky, quien sostiene que la sopa de pescado es una de las pruebas del algodón, una de las preparaciones que, como las sencillas patatas fritas (que nunca deben ser congeladas) permiten calibrar la calidad de una cocina. La sopa del Munto era oscura y desprendía olor a txangurro. Ahí es na’. Metí la cuchara y lo primero que salió fueron dos almejas de buen tamaño. En el fondo convivían, escondidas a nuestra vista por el espeso y ardiente caldo, con dos pequeños langostinos pelados, tersos y sápidos. «Muy rica», me sorprendí diciendo cuando volqué la última cucharada. Esta sopa pasa el corte.
De segundo había, para escoger, bacalao al pil pil, rape al horno con su sofrito, txipirones en su tinta, entrecot al Roquefort y medallón de solomillo con salsa de Oporto. Me tiré al trozo de sapo, que llegó a la mesa desprendiendo un sutil y apropiado olor a vinagre. Era un taco considerable, de buen tamaño, bien cocinado y guarnecido con patata panadera. Se trataba de la parte más próxima a la cabeza, lo que procuró la oportunidad de comer buenos lomos. Doble gozo.
Desechados natillas, flan y tarta de queso, el colofón tuvo forma de panchineta DBBR: delicada, bonita y bien rica. Atractiva a la vista y al paladar. «Qué guai, qué bien he comido», me dije antes de apoquinar los 26,60 euros correspondientes, tras apurar un café solo muy suave, filtrado en máquina Saeco individual, y dar el último sorbo de Monte Clavijo, un vino riojano, de año, tempranillo, que presume en su contraetiqueta de «delicado sabor a regaliz negro». Será, en todo caso, sabor a regaliz ligeramente picante. No resulta desagradable, pero hay cosecheros mucho mejores.
(Igor Cubillo)
Fermín Calbetón, 17; Donostia-San Sebastián (Gipuzkoa)
943 42 60 88
Periodista y gastrósofo. Heliogábalo. Economista. Equilibrista (aunque siempre quiso ser domador). Tras firmar durante 15 años en el diario El País, entre 1997 y el ERE de 2012, Igor Cubillo ha logrado reinventarse y en la actualidad dirige la web Lo que Coma Don Manuel y escribe de comida y más cuestiones en las publicaciones Guía Repsol, GastroActitud, Cocineros MX, 7 Caníbales, Gastronosfera y Kmon. Asimismo, vuelve a firmar en El País y es responsable de Comunicación de Ja! Bilbao, Festival Internacional de Literatura y Arte con Humor. También ha dirigido todas las ediciones del foro BBVA Bilbao Food Capital y fue responsable de la programación gastronómica de Bay of Biscay Festival.
Vagabundo con cartel, se dobla pero no se rompe, hace las cosas innecesariamente bien y ya han transcurrido más de 30 años desde que empezó a teclear, en una Olivetti Studio 54 azul, artículos para Ruta 66, Efe Eme, Ritmo & Blues, Harlem R&R ‘Zine, Bilbao Eskultural, Getxo A Mano (GEYC), DSS2016, Den Dena Magazine, euskadinet, ApuestasFree, eldiario.es, BI-FM y alguna otra trinchera. Además, durante dos años colaboró con un programa de Radio Euskadi.
Como los Gallo Corneja, Igor es de una familia con fundamento que no perdonaría la cena aunque sonaran las trompetas del juicio final, si es que no han sonado ya. Sostiene que la gastronomía es el nuevo rock and roll y, si depende de él, seguiréis teniendo noticias de este hombre al que le gusta ver llover, vestirse con traje oscuro y contar historias de comida, amor y muerte que nadie puede entender. Eso sí, dadle un coche mirando al sol, una guitarra y una canción, una cerveza y rock and roll, y no le veréis el pelo más por aquí.
Tiene perfil en Facebook, en LikedIn, en Twitter (@igorcubillo) y en Instagram (igor_cubillo), pero no hace #FollowBack ni #FF.
No estoy para nada de acuerdo. De lejos el peor restaurante en el que he comido en toda la zona del norte de la península un ejemplo de que si te empeñas se puede comer mal en Donosti. El servicio muy malo, tarde, etc. Y encima caro.
Estimado Pepe.
En primer lugar, agradecerle su comentario, pues siempre enriquece conocer otras opiniones. Más si son distintas.
Por otra parte, decirle que mi experiencia en Munto fue, indudablemente, positiva. Y eso es lo que narré, hace ya año y medio, en este texto. Mi experiencia fue positiva y salí con la idea de que había comido bien.
Ahora bien, no pongo en cuestión su opinión, basada en una experiencia a todas luces bien diferente. E igualmente creíble. Faltaría más.
Añadir que en Donostia, como en la mayoría de los sitios, tampoco es tan difícil comer mal, pero eso ya es otro cantar…
Reitero mi agradecimiento.
Un saludo.