De brunch en Bilbao: prisas, apreturas, cafeteras defectuosas y tortilla seca
Ante la falta de ocasiones para platicar, un grupo de amigas unidas por el idioma del genial Bardo de Avon, osease Shakespeare, tomamos la osada decisión de rendirle homenaje mensual en torno a una mesa. Podríamos haberlo hecho al grito de “cheers”, con una de las tradicionales cervezas inglesas en mano, o rumiando con calma y saña una de esas gingerbread man (galleta elaborada con pan de jengibre), pero decidimos hacerlo frente a un brunch, una propuesta igualmente inglesa para la cual, por el momento, no hay demasiadas opciones en Bilbao; aunque a ella se suman, o pretenden hacerlo en un futuro, algunos de los hoteles de nueva generación en la villa.
Siguiendo el instinto y las ‘voces’ de conocidos, reservamos en el Brass, lugar frente al que transito a diario y del que no me había percatado de la pizarra exterior en la que, claramente, se señala que los fines de semana tienen esa opción a un razonable precio de 18 euros. De momento, en la primera ‘sentada’ todo bien, aunque se hubiera agradecido un menor aprovechamiento del espacio porque las mesas, más que contiguas, parecían corridas. Cinco a la mesa, un tanto apretadas, con poco margen para ‘maniobrar’ y mirando a la apetitosa y surtida barra. Prometía.
La cosa comienza con un café y zumo a elegir entre naranja y detox, que no siempre es el mismo. La opción con matcha que ofrecían ese día estaba realmente buena y, como cafeinómana que soy, agradecí que volvieran a ofrecer una segunda ronda de cafés. Fruta entera y cortada, yogures, sándwiches, embutido, tostadas, quesos, panes, tartas, gofres, frutos secos, chucherías, huevos en diferentes versiones preparados al momento, tortitas. Nadie se va de allí sin haber encontrado algo para llevarse a la boca.
Lo que no sabíamos, porque nadie nos lo había indicado al hacer la reserva ni habíamos ojeado la web previamente, es que el brunch se sirve en dos turnos… y que el primero, que comienza a las 10.30 horas, debe levantar campamento a las 12:15 horas, ya que 15 minutos después comienza la segunda tanda. Ése es, a mi juicio, el gran inconveniente del Brass. Hubiera preferido pagar algo más y poder alargar la estancia teniendo en cuenta que el concepto de brunch no es tomarse un café bebido y listo. Es verdad que, teóricamente, hay dos horas de disfrute, pero son irreales. Llegas, te sientas (nunca antes de la hora acordada, o al menos a nosotros nos ‘pidieron’ que nos mantuviéramos en la barra), preguntan que infusión o té quieres tomar, te ofrecen los zumos, se interesan por el tipo de huevos o tortitas que quieres, te levantas a la barra a hacer una primera inspección y para entonces ya ha pasado media hora. Media hora que se suma a esos 15 minutos que se ‘ceden’ para dar paso a la segunda tanda, que termina a las 14.00 horas.
Después de Brass, el Consulado
La experiencia inversa la tuvimos en el Hotel Consulado de Bilbao, donde, entre risas, decimos que celebramos un «bruncher” (breakfast-lunch-dinner) por las horas que estuvimos en ese rinconcito maravilloso, chimenea incluida, con vistas al Museo Guggenheim. Eso sí que es privacidad y comodidad. Parecíamos VIPs. Los 25 euros se quedan cortos para pagar la ‘estancia’ que amortizamos a base de bien.
Sin embargo, las cuatro estrellas del hotel y su ambiente no se han trasladado a la mesa. O no las vimos ese día. El surtido, ya lo sabíamos, era infinitamente más discreto: pintxos de mozzarella y cherry, mini-sándwiches, mini-bollería, mini-trozos de tarta, fruta fresca ensartada, tortilla de patata y bocadillitos de jamón. Infusiones, agua, zumo de naranja y cafés. Punto. Suficiente caso de haber sido si no abundante, al menos sí delicioso.
La patata de la tortilla -seca a pesar de haber sido presuntamente hecha al momento- estaba dura y tenía un extraño sabor a ‘verde’. Desde luego, no era tortilla de concurso. Lo mejor de ese pintxo, que a lo largo del tiempo terminamos por comer, era el pan y el pimiento verde que lo coronaba. Los mini sándwiches de sobrasada natural, más que discretos, y sufrimos lo indecible con la cafetera que, pese a que la cambiaron, siguió sin funcionar correctamente. Aunque, la verdad, si lo hubiese hecho, las cápsulas dañadas en los reiterados intentos de ponerla a trabajar habían reducido a la mínima expresión la posibilidad de tomar más café. La opción de dedicarse al té tampoco era viable, porque la jarra apenas si contenía agua para tres infusiones. Y beber un segundo vaso de zumo de naranja (el detox nunca fue servido) implicaba preguntar al resto si pensaban repetir, así que bebimos agua, de la que nos trajeron otra botella. Posiblemente, de haber pedido más zumo o incluso que trajeran otra cafetera que funcionase, la hubieran traído, porque amables eran un rato, pero estábamos ya un poco cansadas de pelear contra los elementos.
Dimos cumplida cuenta de los pintxos de mozzarella y cherrys, de los trozos de tarta de queso, de los bocadillos de jamón, de la fruta, incluso de los sándwiches. De entre la bollería industrial, cayeron sin tardar las mini cup-cakes (¡ricas y tiernas!). Algunas palmeras y caracolas siguieron por la misma senda, aunque nos resistimos más al bizcocho, croissant y a una especie de tarta rusa. En resumen, un 11 para el sitio (y para la paciencia del personal que nos aguantó durante horas), pero la tortilla del brunch, de 25 euros, debe mejorar bastante para conseguir el aprobado.
Que lo que el inglés ha unido… ¡no lo des-una nada ni nadie!
(Araceli Viqueira)
Lo peor de presentarse uno mismo es que te ves con los ojos de otro y que el tiempo no perdona. Ni el tiempo ni tú misma lo haces. Confieso que me arrepiento. Me arrepiento de no haber dado el paso antes. Han tenido que pasar tres décadas, y tropezar con viejos/nuevos compañeros, para que me decidiera a disfrutar de lo que me gusta, sin la presión que supone ser periodista, que lo soy. Comer y viajar; no importa en qué orden, siempre figurarán entre las mejores cosas que le pueden ocurrir a uno. Y en eso estamos.
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