Château du Clos de la Ribaudière (Chasseneuil du Poitou). Casi en el cielo
Ay pena, penita, pena, cantaba Lola Flores, y eso mismo tarareaba yo para mis adentros durante mi visita a Clos de la Ribaudière, un château a la orilla del rio y a escasos kilómetros del parque temático Futuroscope. Pena, penita, pena porque el sol se ocultó y ni el cóctel ni la cena que se sirven un su restaurante pudimos disfrutarlos en esa superterraza con vistas a un parque. Para no salir más mojados que del pequeño spa que también tiene la propiedad, hubo que conformarse con una rápida incursión para una rápida sesión de fotos mientras maldecíamos las nubes cargadas de agua que rondaban sobre nuestras cabezas y sobre la piscina vacía, pese a estar climatizada. ¿Mala suerte o simplemente más tiempo para disfrutar de la comida y arte de vivir francés, en una salita privada? Va a ser lo segundo.
De lujo, el sitio. Un edificio estupendo al que no se le notan los años y que, afortunadamente, sus pasos por el cirujano han eliminado arrugas, más o menos profundas, pero no han acabado con elementos originales del siglo XVIII, como la chimenea, los suelos o las maravillosas vidrieras. Punto a favor, y ya van dos. El tercero se lo lleva, por mérito propio, el cóctel que precedía a la cena: malvavisco salado de pimiento y coco tostado, mouse con espuma de coco y lima, palitos de pan hojaldrados con semillas de lino, frutos secos, zumos naturales de pomelo y manzana… Pero ni los impactantes nombres, ni los zumos o el agua de S. Pellegrino -italiana, por cierto- consiguieron hacer sombra al vino espumoso del Poitou que, combinado con Cassis, se impuso en el top de las preferencias de esa noche.
En la mesa, elegancia para un menú, a escoger entre varios platos, que arrancaba con un entrante común: espuma con atún, con sabor poco definido.
Tierra de espárragos
Advertidos de que uno de los platos de la región más típicos son los espárragos, me decanté por esa opción. No sé, esperaba algo más que decoración. No me parecieron especialmente jugosos, gruesos o tiernos; sin embargo, recomiendo probarlos ya que estamos en la región donde se cultivan. Tampoco me impactó el marisco de la decoración, honestamente. Comprensible viniendo, como venimos, de zona de costa y habituados a exquisiteces marinas en todas sus fórmulas. Eso sí, aún sin ser espectacular, los espárragos resultaron perfectamente aceptables. Más entusiasmo causó el tataki de atún, que no probé.
Las carnes, cordero e hígado de ternera, también producto de la zona, parecieron todas opciones acertadas. La dorada, parcialmente oculta tras una costra de lo que parecía pan rallado, agradable también. Mi imaginación la había ideado en filete fino pero resultó ser un taco. Como digo, bien, tanto que no supuso problema alguno contradecir a mi imaginación pues cada bocado ayudaba a ello. Mejor, insuperable diría, la selección de quesos. Variada, completa, inmensa, extensa, laaaaarga tabla de quesos entre los que elegir. Podría haber sobrevivido solo con ellos y acompañarlos de un pan que volaba de la mesa. Estábamos en Francia y se notaba. Pero para vistosos vistosos, los postres. Y el café, soberbio. Francia, no podría ser de otra manera.
Conclusión: no se le puede pedir más a un menú de 40 euros, cóctel aparte, en el que prima el producto local y en un sitio que, de haber salido el sol, hubiera sido como estar en el cielo. Casi lo era, aún con nubes sobre el château.
(Araceli Viqueira)
web del Château du Clos de la Ribaudière
Lo peor de presentarse uno mismo es que te ves con los ojos de otro y que el tiempo no perdona. Ni el tiempo ni tú misma lo haces. Confieso que me arrepiento. Me arrepiento de no haber dado el paso antes. Han tenido que pasar tres décadas, y tropezar con viejos/nuevos compañeros, para que me decidiera a disfrutar de lo que me gusta, sin la presión que supone ser periodista, que lo soy. Comer y viajar; no importa en qué orden, siempre figurarán entre las mejores cosas que le pueden ocurrir a uno. Y en eso estamos.
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