Restaurante Migaea (Getxo). De guante blanco
El Migaea es un bar-restaurante burgués emplazado en un chalet negurítico, término despectivo que se suele aplicar al ilustre barrio getxotarra de Neguri. En él he estado a gusto algunas mañanas dominicales, tomando pinchos y potes y viendo la tele de plasma (cuando me toque la bonoloto y me retire, me convertiré en un experto televidente de deportes hostelero: Bundesliga, Premier y el Madrid, las tres grandes vueltas ciclistas, la Fórmula 1 si la disputa Alonso, la NBA of course, boxeo si ponen…). También he visto a menudo su terraza concurrida con el buen tiempo, y conozco sus diversos ambientes interiores desde que abrió el local. Paseando con La Txurri, ella entró a curiosear, pidió que se lo enseñaran y una camarera nos mostró los distintos espacios: los dos comedores de la planta baja con sus mármoles y hierros repujados, el más sideral y privado de la primera planta, los timbres de las mesas para llamar a los camareros, la pantalla de ordenador para mostrar a los dubitativos los platos de raciones generosas, el servicio señorial…
Siempre he querido ir a comer al Migaea, que ha ideado ofertas anticrisis en la terraza, como las paellas de fin de semana con vino de Rueda a 20 euros, o las hamburguesas con champán a 35. En los salones regios se ofrece un competitivo menú degustación, por 55 + IVA, ahora con vino, con lo cual por precio y atención compite con uno de nuestros restaurantes favoritos, el Zaldiaran vitoriano; aunque no lo supera, claro. Un día compré un cupón de Oferplan que ofrecía este menú degustación por sólo 29 euros, sin bodega, pero calculo que me ahorré 20 euros tras abonar aparte agua, vino y café rico. Y encima nos regalaron una botella de vino para beber en casa: un Protos verdejo. Fue una buena oferta, con descuento real, y oferta similar, casi igual, a la del menú oficial.
Acudimos Carlos y yo entresemana. Era jueves y el salón estaba vacío, solo para nosotros. Estuvimos excelentemente servidos por un camarero, seguramente también sumiller, que nos trató todo el rato de señores, como debe ser. Gozamos del menú, con cada plato y vajilla precisamente colocados con guantes blancos para no dejar huella, con cuchillos marca Arcos (de Albacete), buena cristalería y la decantación atenta y constante del agua (Bezoya, litro, cristal, mineralización débil, sólo 26 de residuo seco; o sea, cojonuda, a 3 euros en la factura), y el tinto, Melquior, de La Rioja, 2008, a 13,50 euros la botella, buenísimo, temperatura en su punto, oloroso de lejos, con aroma a fruta negra, entrada astringente y largo posgusto. Pues esto comimos:
1. Carpaccio de salmón con vinagreta de cítricos a las dos mostazas. Carpaccio delgadísimo, cual papel de fumar, de salmón sápido bajo la fina mostaza y una vinagreta con pujantes pimientos.
2. Fritos. Cinco variedades: croquetas de jamón ibérico, bombón de morcilla, medallón de chorizo y manzana, croqueta de cocido y mejillón relleno. A 15 lereles en la carta está el mismo plato. El camarero nos recomendó el orden correcto de deglución, le obedecimos y así lo catamos: mejillón pequeño y rico; croqueta de jamón con mucha clase; croqueta de cocido, «la de toda la vida », según el camarero, arenosa y genuina, un poco sosa quizá; medallón de chorizo frito y potente que convenció a un Carlos que dijo que estaba «muy cremoso y con mucho sabor»; y morcilla, que me encantó a mí, adicto a las morcillas y a la sangre, y que aunque no me suelen agradar los experimentos con tan básico producto éste me sedujo por el conjunto dulzón y el pimiento integrado.
3. Cazuelita de cigalas y langostinos con paisana al brandy. Buah, un punto álgido del almuerzo. Hasta el tinto matrimoniaba de maravilla con el marisco gracias al truco del brandy en la cazuelita de verduritas. Servido el plato con los guantes blancos para colocar la cuchara y las tenazas sin dejar ni huella, el conjunto estaba sabroso (quizá pelín soso) y la preparación de la cigala superior a los experimentos del Ikea vitoriano o de los vizcaínos Aretxondo y Zortziko. Carlos dijo: «No soy marisquero y estoy flipando». En la carta la tienen a 20 euros + IVA, en ración mayor, claro.
4. Taco de rape negro del Cantábrico confitado en mantequilla a las finas hierbas, con patata panadera. El rape negro se supone que es de mejor calidad y la ración que nos sirvieron fue generosa. Quizá soso (todo está soso hoy día), pero la patata panadera rebosaba suculenta elegancia, la mantequilla expedía aroma y el vino Melquior crecía y seguía amplio en boca. Se manifestó Carlos: «El mejor rape que he comido en mi vida». Yo los he comido muy buenos, pero ese estaba muy bien, mucho mejor que los muchos rapes que le encantan a La Txurri y los pide siempre que se lo ofrecen.
5. Solomillo de vaca en Crofton con salsa de foie, nueces y almendras. Conjunto afrancesado con la pega de que la carne, muy rica, estaba demasiado hecha. Analizó Carlos: «Está muy hecho, le falta la vivacidad de la carne crudita». Carlos ponderó la calidad crujiente de las patatas, descubrió el sabor a almendras y el dulzor del Pedro Ximénez, y consideró que el vino ya entraba afrutado y se remataba mentolado. Estaba muy rico, pero tantos condimentos sirven para disimular carnes insípidas, que no era el caso de ésa.
6. Tarta tatín de pera y manzana con helado de vainilla y toffee. Buah, otro pináculo culinario que nos sorprendió en las postrimerías del almuerzo. El plato amenazaba con su cantidad aparentemente excesiva, pero los sabores y la liviandad de la oferta refrescaron a cada comensal. El helado era de vainilla de luxe (vaya, el mío con un poco de yelo en su núcleo; el de Carlos, no), y la tarta de hojaldré finísimo, con frutas dulcísimas en absoluto empalagosas. La ración, insisto, generosa, enorme, entró en cada estómago sin notarse. El hojaldre se deshacía, las frutas embelesaban… Ah…
7. Sorbete de Möet Chandon al limón con hierba buena, vainilla bourbon y polvo de oro. Olía a yerbabuena y se veían el polvo de oro y las distintas capas del preparado. Refrescaba, descargaba y alegraba. Carlos hacía ruido al sorberlo, le censuré su comportamiento y se excusó: «Es que el camarero se ha ido y ya no me oye».
8. Cafés abonados aparte. A 2,10 cada uno. Mejores que los de la cafetera del bar, nos advirtió. Cada uno en una cápsula de la marca Baqué. Nos mostró las variedades con su intensidad en gradación, y pedimos los dos más potentes, hindúes ambos: un Nueva Delhi cremoso y un varanasi amargo y tostado.
Y acabamos encantados de las dos horas largas en el Migaea. Yo ya estaba deseando volver antes de salir. Pagamos en total 29 euros por cada cupón más 22,77 de los extras (vino, agua y cafés). En total 80,77. Dejamos una leve propinilla con la calderilla de las vueltas, y salimos con nuestra botella de verdejo, para la que Carlos pidió una bolsita: «Es que, si no, vamos a parecer alcohólicos», se excusó.
(le encanta ser servido con ceremonia al señor Óscar Cubillo)
Av de Algorta, 12; 48991 Getxo (Bizkaia)
94 491 56 14
Otro más de los licenciados en Ciencias Económicas que pueblan la nómina colaboradora de esta web. Cuando le da por ser comunicativo, manifiesta que publicó el mejor fanzine de rockabilly de España (el Good Rockin’, allá por los 80) y la mejor revista de blues de la Europa Continental (llamada ‘ritmo y blues’, editada de 1995 al 2000). Actualmente junta letras por dinero en el periódico El Correo, por comida en El Diario Vasco, por ego en Lo Que Coma Don Manuel y por contumacia en su propio blog, bautizado ‘Bilbao en Vivo’ y tratante, sobre todo, de conciertos en el Gran Bilbao, ese núcleo poblacional del que espera emigrar cuanto antes. Nunca ha hablado mucho. Hoy día, ni escucha. Hace años que ni lee. Pero de siempre lo que más le ha gustado es comer. Comer más que beber. Y también le agrada ir al cine porque piensa que ahí no hace nada y se está fresquito.
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