Etxebarri (Atxondo). Culto al fuego y a la esencia del producto
Hace unas semanas intercambiaba opiniones en Facebook a cuenta de mi reciente reseña sobre el restaurante Zuberoa, ésa en la cual desposeía del aura divina al bueno de Hilario Arbelaitz, excelente cocinero, mejor persona. Un amigo manifestaba que Dios no existe, evidentemente; que la perfección es fascista y, por tanto, algo a evitar; y que esa copla de ‘la experiencia’ nunca le acabó de convencer. Y yo le daba la razón y le respondía que sí, que me empieza a parecer un tanto baja la autodenominada alta cocina. Que me sobran circo y desprecio al producto… Porque, no sé ustedes, pero yo no le pido a un trozo de atún que se mueva en el plato semanas o meses después de haber sido capturado, cual Re-animator culinario. No me interesa que me pongan un vídeo y enchufen un ventilador para que parezca que estoy en otra latitud. Tampoco quiero que las bandejas leviten. Nada de eso me sirve si, después, el sabor me decepciona y el aroma es imperceptible. Cada semana veo a mucha mona vestida de seda en los platos que degusto.
Yo creo que por eso mismo gocé tanto en Etxebarri, pese a las muchas pegas que se puedan poner a una comida que sale a 175 euros, por barba. Pero Víctor Arguinzoniz no engaña a nadie. Llega el plato y no hay que preguntar, por norma general, qué es. Allí el crustáceo es eso mismo, igual que pasa con el chorizo y el calamar (que son chorizo y calamar, no crustáceo). No valen sucedáneos ni trampantojos. No cabe el engaño, ni siquiera el juego. Así, mi partenaire y yo disfrutamos, y ésa es la palabra, de buena conversión y una sucesión de platos que confirman la sencilla grandeza de un cocinero autodidacto que ha alcanzado la cúspide culinaria (#6 en la lista de San Pellegrino) a base de no andarse con chorradas ni cursos de cocina cursi. Un profesional de carácter huraño, en la antípoda del exhibicionismo de muchos chefs mediáticos, que ha llegado a afirmar que él sólo habla con el fuego que lleva domando en ese mismo lugar, en el valle de Atxondo, junto a las faldas del Anboto, desde 1990.
Para lograrlo, en la cocina del asador tiene unos hornos donde almacena la leña ardiente, una especie de almacén de las brasas que se generan allí mismo y luego son trasladadas, según la necesidad, a una batería de parrillas móviles, dotadas de poleas, que adoptan distintas alturas para controlar los puntos de cocción. Cada alimento con su madera específica: pescados, mariscos y verduras, principalmente con encina del entorno, por la suavidad de su aroma; las carnes las prepara con sarmiento de Rioja Alavesa; de las duelas de las viejas barricas de vino, de la cara interna impregnada de alcohol, aprovecha el dulzor que ése transmite… Fuego. Brasa. Ascua. Nada es fruto de la casualidad cuando uno toma asiento en su comedor.
Durante mi última visita, el aperitivo fue un consomé con regusto ibérico que presumía de un ajustado y atinado toque ahumado que a mi acompañante recordó esos días en que su madre ahumaba chorizo, allí en Galicia. Un detalle emocional que encaja perfectamente con la idiosincrasia de un parrillero que lleva impregnados en el alma y la memoria el aroma de ese fuego y el sabor de los cocidos de su madre y de su abuela.
Costará olvidar, por gusto y textura, por redondez y sencillez, la mantequilla de cabra coronada con una sal volcánica que le daba vida, bixigarri que dicen los guipuzcoanos. Fue lo segundo que se arrimó a la mesa, acompañado por pan de Izurtza y una pieza del queso fresco de búfala, delicada y con sutil deje agrio, que Víctor elabora con leche de su propio ganado. Sí, en sus dominios hay varios ejemplares de ese animal más propio del sureste asiático y de las campas de Aversa (Italia), hecho que yo contemplo con simpatía y cierta admiración (olé sus narices), no como una traición a la tradición bovina vasca. Que de todo he leído al respecto. Loas y sandeces. Y es que nuestro protagonista, aunque cueste creerlo, no cuenta con un coro de alabanzas unánime.
Repetiría una y otra vez anchoa en salazón. Gruesa y tierna, sin espina, resultó un ejemplo de delicadeza y minimalismo que recomiendo comer sola, dejando el pan que hace las veces de base para después. Un disfrute, como el chorizo casero, elaborado por el jefe con carne de Joselito y, ojo, el pimiento choricero que dota de personalidad a la imprescindible salsa vizcaína. El embutido también podía presumir de terneza y sabor, y resultaba especialmente reconfortante al natural, más que a la humeante parrilla.
El stick de calabaza y hongo en carpaccio, al que la primera aporta crujiente y la seta sabor, nos concedió una tregua. Como esos gruesos berberechos de toque amargo, de agrio sutil, que hay que sacar con largas pinzas de la lata en que se presentan, lejos de sus bellas conchas asurcadas. Incluso la zamburiña con caviar. Pero, en compensación, la experiencia alcanza un tinte excepcional con dos gambas rojas (dos) de Palamós, cantidad adecuada que permite repetir y continuar pringándose los dedos de su encandilador olor a humo.
Siguió un chipirón con su tinta al que sólo cambiaría el tamaño, pues quedé con ganas de más. ¿Y saben qué apunté en mi cuaderno de notas cuando volví a probar los boletus primorosos, los mismos de la calabaza, esta vez sobre berenjena, la reina de las verduras para los pueblos árabes? “Olor extraordinario. Sabor abracadabrante. Textura ‘cruda”. Mejor compañera de bocado, visto lo visto, pese a que un beduino le atribuyera en su momento “el color de la barriga de un escorpión y el sabor de su cola”, tal y como recuerda Breno Lerner en ‘El ganso marisco y otras charlas de cocina’. Y es que la compañía es determinante a la hora de disfrutar: sirva como ejemplo la siguiente propuesta, una yema de huevo con trufa blanca que hubiera resultado bocado estratosférico de no mediar el tercer elemento, un pimiento rojo cuyo picor prevalecía, anulando la anhelada armonía. Qué lástima.
Resultó soberbio el caldo que servía de fondo al mero con verduras, esto es, con tomate, puerro, cebolla y un trozo de brócoli demasiado hecho para mi gusto, pues lo hubiera preferido al dente. Y sin ser la mejor que he comido en mi vida, no decepcionó la txuleta de vaca, recortada y más que buena, tierna y sápida. Se acompañó de un bol de lechuga y aún recuerdo las palabras de mi partenaire: “Dale, Igor, que yo ya he comido para tres días…”. Qué grande.
La tanda de postres se abrió con un espectacular helado de leche reducida a la brasa, con despampanante gusto ahumado y jugo de remolacha, y siguió con un crêpe con higos al que sobraba licor. Los petit fours consistieron en miel, cacao y magdalenas, y para entonces ya no quedaba ni una gota de Albamar, de la botella 1.351/3.000 de ese albariño elaborado con uva de una parcela concreta ubicada en el interior de la Ría de Arousa, a 200 metros de las Marismas de la Ensenada de Umia. Por cierto, no nos dieron a probar el vino…
Eso es lo que yo comí y bebí con satisfacción, pero en su carta ese día también había quisquillón (110€/kg), bogavante (82,50€/kg), ostras (29,70€), besugo (77€/kg)… Y por sus parrillas han pasado también caviar y angulas, cocinados en recipientes de invención propia. Como lo leen. No en vano, Aitor Arregi (Elkano) asegura que Arguinzoniz ha protagonizado toda una segunda revolución del universo de la parrilla. Y, aunque poco tienen que ver sus propuestas en el plano estético y en las técnicas, también habla maravillas Josean Alija, quien señala un claro paralelismo entre su deslumbrante restaurante (Nerua) y el de Víctor: ambos buscan exaltar la esencia del producto.
Como gran pega, diré que en Etxebarri se les va la mano con el precio del vino, que le cargan demasiado e invitan a una contención que sólo va en detrimento de la satisfacción general. Sin necesidad de pedir ese rutilante Romanée-Conti 2013 que se ofrece a 10.945€, hay que gastar un buen pico para hacer bailar al alcoholímetro. No obstante, su apuesta por el producto de temporada y la brasa, por los sabores desnudos e intensos que no encuentran sino complemento y refuerzo en el sutil toque ahumado, se confirma acertada. Asadores hay muchos, Etxebarri sólo hay uno.
(Igor Cubillo)
Plaza San Juan, 1; 48291 Atxondo (Bizkaia)
94 658 30 42
Periodista especializado en música, ocio y cultura, incluida la gastronomía. Economista. Equilibrista (aunque siempre quiso ser domador). En el medio de la vía, en el medio de la vida, si hay suerte, tal vez. Hace las cosas innecesariamente bien y, puestos a hablar, colabora con Radio Euskadi (‘La Ruta Slow’), dirige Lo Que Coma Don Manuel, aún escribe de música en Kmon y de comida en Gastronosfera y Ondojan, y la buena gente de eldiario.es cuenta con sus textos coquinarios en distintas ediciones.
Vagabundo con cartel, ha pasado la mayor parte de su existencia en el suroeste de Londres, donde hace más de 20 años empezó a teclear, en una Olivetti Studio 54 azul, artículos para El País, Ruta 66, Efe Eme, Ritmo & Blues, Harlem R&R ‘Zine, Bilbao Eskultural, Getxo A Mano (GEYC), Den Dena Magazine, euskadinet y alguna otra trinchera.
Como los Gallo Corneja, es de una familia con fundamento que no perdonaría la cena aunque sonaran las trompetas del juicio final, si es que no han sonado ya.
Ah, tiene perfil en Facebook y en Twitter (@igorcubillo), pero no hace #FollowBack ni #FF. Se le resisten ciertas palabras y acciones con efe. Él sabrá por qué…
Periodista y gastrósofo. Heliogábalo. Economista. Equilibrista (aunque siempre quiso ser domador). Tras firmar durante 15 años en el diario El País, entre 1997 y el ERE de 2012, Igor Cubillo ha logrado reinventarse y en la actualidad dirige la web Lo que Coma Don Manuel y escribe de comida y más cuestiones en las publicaciones Guía Repsol, GastroActitud, Cocineros MX, 7 Caníbales, Gastronosfera y Kmon. Asimismo, vuelve a firmar en El País y es responsable de Comunicación de Ja! Bilbao, Festival Internacional de Literatura y Arte con Humor. También ha dirigido todas las ediciones del foro BBVA Bilbao Food Capital y fue responsable de la programación gastronómica de Bay of Biscay Festival.
Vagabundo con cartel, se dobla pero no se rompe, hace las cosas innecesariamente bien y ya han transcurrido más de 30 años desde que empezó a teclear, en una Olivetti Studio 54 azul, artículos para Ruta 66, Efe Eme, Ritmo & Blues, Harlem R&R ‘Zine, Bilbao Eskultural, Getxo A Mano (GEYC), DSS2016, Den Dena Magazine, euskadinet, ApuestasFree, eldiario.es, BI-FM y alguna otra trinchera. Además, durante dos años colaboró con un programa de Radio Euskadi.
Como los Gallo Corneja, Igor es de una familia con fundamento que no perdonaría la cena aunque sonaran las trompetas del juicio final, si es que no han sonado ya. Sostiene que la gastronomía es el nuevo rock and roll y, si depende de él, seguiréis teniendo noticias de este hombre al que le gusta ver llover, vestirse con traje oscuro y contar historias de comida, amor y muerte que nadie puede entender. Eso sí, dadle un coche mirando al sol, una guitarra y una canción, una cerveza y rock and roll, y no le veréis el pelo más por aquí.
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