El Txakoli (Bilbao). El de siempre, el de Maite
Bilbao está en un bocho. Todo el mundo lo sabe; y, si no es así, lo sabrá a partir de ahora. De ahí que su alias cariñoso sea El Botxo, o El Bocho, porque la villa se levantó junto al cauce del Nervión (río que a su altura, a 15 kilómetros de las playas, ya se ha transformado en una ría sometida a las mareas del Cantábrico), en una explanada rodeada de montes como el Pagasarri, Ubieta, Ganguren, Avril y Arnotegi. Todos son muy queridos, pero Artxanda ocupa un lugar preferente en la memoria sentimental de los bilbainos, sin necesidad de que se hayan formado como cocineros en su Escuela Superior de Hostelería, se hayan caído de bruces en su pista de hielo, hayan perdido una pasta en su casino o hayan disfrutado como pocas veces en su añorado parque de atracciones.
Con más de 100.000 m2 de extensión, y cuatro merenderos, Artxanda es desde hace décadas pulmón de la capital vizcaína, un espacio de esparcimiento de cabecera donde se cruzan seteros y senderistas, y donde hace más de un siglo florecieron tabernas y txakolís. Entre ellos destaca, precisamente, el restaurante El Txakoli («el de siempre, el de Maite», como rezan sus cuñas radiofónicas) que, ubicado en las faldas del monte, en su vertiente sur, a más de 200 metros de altura, cuenta con vistas despejadas, a los tejados de la villa y el verde telón de fondo, sólo entorpecidas y entristecidas por la arquitectura y la actividad de un polideportivo cercano.
Hay aparcamiento de sobra, pero el entrañable funicular se encuentra a sólo 175 metros, así que no es necesario coche para llegar a las puertas de un edificio construido, en 1897, para servir de refugio a pastores y montañeros. Hoy luce imponente, el paso de los años no ha hecho sino embellecerlo y procurarle encanto. Eso sí, tiene truco, pues su aspecto actual es fruto de una reconstrucción y ampliación, obligadas después de que una bomba destruyera, a finales de la Guerra Civil, parte de su estructura y del referido Casino de Bilbao.
Eso en cuanto al entorno y el continente. ¿Y el contenido? Bien recomendable. Las instalaciones son amplias, pulcras y el interiorismo destila buen gusto y clasicismo. El servicio es cordial, atento y diligente. Y, la guinda, se come bien. Tres veces he acudido en los últimos tres meses, y las tres he disfrutado; una con un atinado menú maridado, otra con su recomendable menú del día y la última a la carta, de temporada.
El primero tuve la suerte la armonizarlo con vinos de Marqués de Terán, una bodega que recurre a la fermentación en frío y a pistones para el pissage de la uva, y que se sirve de la geotermia para generar primaveras artificiales que favorezcan la fermentación. Todo con un fin: hacer caldos modernos, riojas no muy clásicos, aun con un 95% de tempranillo. La comida se celebró en el «txokito», un amplio reservado, y el cocinero tuvo vía libre para dar rienda suelta a su creatividad y preparar los platos que considerara adecuados para cada vino. Dio en el clavo, no sin asumir ciertos riesgos. Chapeau.
Con Marqués de Terán crianza sirvió crujiente de morcilla; pese al marcado carácter de su ingrediente principal, una composición delicada y crocante que destilaba suavidad y total armonía, ya desde la presentación. La morcilla, casi fluida, se envolvía en un cilindro abierto de pasta brie y éste, tocado por viruta de bacon y perejil, se colocaba en vertical sobre un fondo de calabaza que complementaba perfectamente a la sangre cocida, aplacando su bravura.
Permitan que me posicione sin ambages: ¡Viva la sardina! Decía Julio Camba que no es para tomar en el hogar con la madre virtuosa de nuestros hijos, sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa. Que las personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comer sardinas ya no podrán respetarse nunca mutuamente. Que siempre (siempre) hay que asirlas con las dedos y que «después de comerlas uno tiene la sensación de haberse envilecido para toda la vida. El remordimiento y la vergüenza no nos abandonarán ya ni un momento y todos los perfumes de la Arabia serán insuficientes para purificar nuestras manos». A buen seguro, la sugerida es la manera más provechosa de llevarse el mar a la boca, pero una cata, con su prosopopeya, sin olvidar que el protagonista duerme en botella, requiere una degustación mas recatada. Qué mejor que desespinada. De lujo. Así lo pensó el chef, quien, para acompañar el Marqués de Terán reserva, superpuso cuatro aromáticos lomos a la plancha, con estupendo punto de cocción y oliva como único aliño, sobre verduritas al dente, que yo preferiría incluso un pelín más ‘crudas’, y junto a una extraordinaria compota de tomate.
El reserva Edición Limitada ocupó las copas al tiempo que disfrutamos un risotto de hongos y foie con crujiente de jamón y ese aceite de trufa blanca denostado por Capel. Pero el sombrero hubo que quitárselo ante el fantástico estofado de ciervo a los aromáticos con castaña, boniato y manzana glaseada. El caldo (Marqués de Terán Selección Especial), atinado; el aroma, estupendo; la salsa, excelente, bien trabada, denotando el buen hacer en cocina a la hora de preparar la caza.
Estaba claro que debía volver a casa de Maite Bilbao Iriondo a comer caza, pero antes tenté un menú del día que acostumbra a incluir propuestas muy (muy) interesantes que se salen del sota caballo rey de esas fórmulas económicas. Algunas austeras, pero tan dignas de reivindicación como la elogiada sardina, y otras bien nobles, como el panchito. Otro aliciente es menear el bigote en el comedor principal, precioso, profusamente decorado y con capacidad para cien comensales. Pocos darán tanto por 14,30 euros.
Por ese precio yo comí sopa de pescado, densa y rica. Se presentaba como delicada crema, con bien de pez y pan. Seguí con «panchito a la bilbaína», un besuguito asado, regado con suave refrito de ajo y dispuesto sobre patata panadera. Y, sin ser goloso, gocé con un gozoso pastel de milhojas embadurnado de chocolate. A mi lado no faltaron elogios para la lasaña gratinada de carne, y del vino, Don Hugo, mejor hablamos otro día.
Ahora mejor empleamos el teclado para relatar la jornada de caza. A 50 euros por cabeza (entrante, principal, postre compartido, café y vino -Sierra Cantabria reserva, 22€-), disfrutamos nuevamente del confort del comedor principal, del buen trato del personal de servicio y de una correcta preparación de la volatería. Ésta llegó después de dos cremas; el puré de patata trufado con huevo escalfado y crujiente de jamón (8,80€) resultó anodino, pues el anhelado trufado pasaba casi inadvertido y, sumando el escaso aroma del conjunto, terminaba mandando la pierna del cerdo; mejor resultó la crema de hongos y castañas con pato confitado (11€) que, sin ser extraordinaria, ganaba con cada cucharada y al final quedabas con las ganas de dar una más. Eso sí, complicado detectar la aportación del fruto del castaño.
Dice una amiga que deberíamos obligarnos a comer caza, al menos, una vez al año. No le falta razón. El único problema es que no abundan los restaurantes que la ofrezcan, pues no se despacha en supermercados, ya desplumada, con el faisanaje en orden, y su preparación es todo un arte. Así, serán una mayoría quienes se queden sin probar el sabor intenso del pichón asado al whisky (22€) de El Txakoli, donde sirven dos muslos, sendas alas y otras tantas pechugas, de carne prieta y gusto singular, acompañadas de orejón.
Mejor estaba la perdiz, ave de vuelo corto cuyo origen mitológico llevó a autores clásicos como Aristóteles, Calimaco, Basilis, Menestes y Teofrasto a escribir sobre ella, sobre su canto y su carácter lujurioso. Rica, sin llegar a las cotas de excelencia de la que prepara mi ama, presentaba una carne más tierna, merced al estofado, y contaba como guarnición con una plancha de zanahoria deshidratada y piezas de orejón y ciruela que resultó imposible comer, de tanto que se habían resecado, de tan duras que estaban. La perdiz también se despacha a 22€, igual que la paloma torcaz estofada con manzana glaseada que finalmente no pedimos.
Media de pichón al whisky, en El Txakoli (foto: Cuchillo)
Sí solicitamos queso, para apurar la botella de vino, escogimos manchego en vez de Idiazabal, y sólo apuntaré un pequeño lunar en la experiencia. Como queda constancia en este texto, El Txakoli tiene tan lleno el Haber, a mi juicio, que cargaré en el Debe el hecho de que nos cobraran 6 euros por dos copas de crianza demandadas para dar buena cuenta de los últimos trozos de queso. Jo, 3 euros la copa, ni que fuera un restaurante chino donostiarra.
Dicho lo cual, sólo me queda sugerir un agradable paseo para bajar la comida. Cuando uno sale del restaurante, ve a la derecha la señal de Bilbao y a la izquierda la de Sondika; hacia allí, caminando unos pocos minutos, se llega a ‘La huella’, escultura dedicada a cuantos lucharon por la libertad en la cruenta y cainita Guerra Civil española. Es posible que encuentres alguna pareja de novios inmortalizando su enlace con ella (la escultura de Juanjo Novella) de fondo, a modo de peineta de ocho metros y 8.000 kilos de peso. Brinda por ellos y deséales suerte.
(siempre ha disfrutado en El Txakoli, Igor Cubillo)
Carretera Artxanda-Santo Domingo, 19; 48015 Bilbao (Bizkaia)
+34 94 445 50 15
eltxakoli@eltxakoli.net
Coordenadas GPS
Latitud: 43.2737376 (43º 16′ 25.46″ N)
Longitud: -2.9179388999999674 (2º 55′ 4.58″ W)
Periodista y gastrósofo. Heliogábalo. Economista. Equilibrista (aunque siempre quiso ser domador). Tras firmar durante 15 años en el diario El País, entre 1997 y el ERE de 2012, Igor Cubillo ha logrado reinventarse y en la actualidad dirige la web Lo que Coma Don Manuel y escribe de comida y más cuestiones en las publicaciones Guía Repsol, GastroActitud, Cocineros MX, 7 Caníbales, Gastronosfera y Kmon. Asimismo, vuelve a firmar en El País y es responsable de Comunicación de Ja! Bilbao, Festival Internacional de Literatura y Arte con Humor. También ha dirigido todas las ediciones del foro BBVA Bilbao Food Capital y fue responsable de la programación gastronómica de Bay of Biscay Festival.
Vagabundo con cartel, se dobla pero no se rompe, hace las cosas innecesariamente bien y ya han transcurrido más de 30 años desde que empezó a teclear, en una Olivetti Studio 54 azul, artículos para Ruta 66, Efe Eme, Ritmo & Blues, Harlem R&R ‘Zine, Bilbao Eskultural, Getxo A Mano (GEYC), DSS2016, Den Dena Magazine, euskadinet, ApuestasFree, eldiario.es, BI-FM y alguna otra trinchera. Además, durante dos años colaboró con un programa de Radio Euskadi.
Como los Gallo Corneja, Igor es de una familia con fundamento que no perdonaría la cena aunque sonaran las trompetas del juicio final, si es que no han sonado ya. Sostiene que la gastronomía es el nuevo rock and roll y, si depende de él, seguiréis teniendo noticias de este hombre al que le gusta ver llover, vestirse con traje oscuro y contar historias de comida, amor y muerte que nadie puede entender. Eso sí, dadle un coche mirando al sol, una guitarra y una canción, una cerveza y rock and roll, y no le veréis el pelo más por aquí.
Tiene perfil en Facebook, en LikedIn, en Twitter (@igorcubillo) y en Instagram (igor_cubillo), pero no hace #FollowBack ni #FF.
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