Boroa (Amorebieta). El marco, el lienzo y la familia
Son tiempos convulsos para el restaurante Boroa. A la anunciada jubilación de Javier Gartzia, el cocinero que comandó los fogones de la casa desde el primer servicio, el 17 de marzo de 1997, hasta diciembre pasado, siguió a principios de julio el triste fallecimiento de Iñigo Elorriaga, el cocinero llamado a llevar las riendas de esa histórica casa con el aval de haber sido mano derecha de Gartzia durante lustros. El revés obligó a replantearse todo, abrió un periodo de reflexión y provocó una lluvia de currículos que no alteró la decisión de Mª Asun Ibarrondo sobresaliente maître y propietaria: el actual jefe de cocina es su hijo Ander Unda, a sus 42 años otro veterano de Boroa. No es la primera vez que a Asun le toca empezar de nuevo, y se lo toma con una sonrisa y las acostumbradas dosis de esfuerzo y pasión.
De hecho, Ander es el recambio natural, merced a su experiencia y a su total comunión con los fundamentos que guían la propuesta gastronómica de la casa, un muestrario de cocina vasca actualizada con la vista puesta en la temporada, especialmente (en mi memoria) en ese otoño que traerá caza y hongos, dos suculentas especialidades. Mientras las lluvias y el frío llegan, la propuesta estrella de la casa es un largo menú degustación (14 pases, 115 euros) llamado Txindoki, más propio del estío, que se abre con un peculiar Bloody Mary a base de gelatina de vodka, esferas de tomate y apio. El aperitivo, servido en copa de cóctel, plantea un juego de texturas y exhibe ligero amargor sin llegar a epatar, más allá de la sorpresa de toparse con una María tan poco sangrienta, tan poco ensangrentada, blanca.
Dos tandas de entrantes
La primera tanda de entrantes se abre con colita de cigala en tempura con alga wakame y soja, un bocado sabroso y delicado; crocante por el rebozado y fresco por la alga, acepta solo un leve toque de soja, para no desvirtuar al crustáceo con intensidades y grasas ajenas. Le acompaña merengue de cereza, hinojo, agrazón y salazones, muestra de finger food donde la textura particular del merengue seco disputa el protagonismo al contraste de gustos, dulce y ácido, del conjunto.
La segunda tanda arranca con un trampantojo en forma de huevo donde pasta kataifi sirve de nido, la cáscara se construye con azúcar, trufa hace las veces de clara y amanita de yema. Menudo valor seguro, un ejercicio de armonía sin tacha, un rico divertimento donde procede comer en primer lugar el «huevo de cristal» en su conjunto, apreciando la fluidez de la clara, el crujiente de la cáscara y la redondez sápida del conjunto, para terminar llevando a la boca los hilos de kataifi, pasta original de Grecia y muy habitual en la repostería de dicho país, Oriente Medio y Turquía que aquí. Tanto gusta que en 2013 mereció un accésit a la creación más vanguardista en el Concurso Nacional de Pinchos y Tapas Ciudad de Valladolid. Mientras, la ostra asada sobre guacamole y espuma “chispeante” de membrillo no deslumbra, ni desagrada, pasa con la poca emoción de un trámite.
Un ceviche que juega al despiste
A continuación, el anunciado ceviche de gamba blanca de Huelva juega conscientemente al despiste con esa nomenclatura, pues no se trata de un ceviche, pese a que el crustáceo haya pasado por algunos de sus pasos; es un plato fresco, sí, pero el carácter se lo da una crema veraniega, gazpacho de aguacate con melón, y aire helado de tomate. En cuanto al tartar de bonito de Bermeo, está bien, sin locuras; de su acompañamiento, tiene gracia el alga en tempura, está rica la mostaza, podríamos decir que imprescindible en un tartar, y no aporta mucho la infusión de frutos rojos, más allá de color.
A partir de aquí el vuelo cobra altura y se alcanza la anhelada regularidad, tomando como pista de despegue un foie gras en aroma de cítricos, dispuesto entre gelatinas de cereza y de txakoli (potente ésta), y acompañado por ensalada de anguila ahumada. Aquí tomo con ganas el pan que elabora Crosta, tan notable, aprecio que repetimos vajilla y me dispongo a ver cómo Unda, cual viejo tahúr, se saca otro as de la manga: huevo de caserío a 65 con tallarines de begihandi y sus perlas negras (de tinta) en velo de calabaza. Otro valor seguro; no es un plato que justifique el viaje, pero la ecuación es clara.
Una merluza que merece peregrinación
Lo que sí merece peregrinación es el lomo de merluza a la brasa, servido en punto extraordinario. A su lado, el pulpo a la gallega sobre parmentier y pimentón es mero comparsa en esta receta que obliga a rendirse y retractarse, el más lenguaraz, ante la jugosidad y el sabor de un pescado tantas veces tildado de algo insípido, soso, carne de hospital. La salva de aplausos vuelve a merecerla pronto el punto del carré de cordero glaseado, poco hecho, sápido, jugoso, acompañado de patata asada de arbequina y manzanas de San Pedro.
A la hora del postre se agradece empezar con helado de yogur de albahaca, espuma de cítricos, arena de shortbread y crema de aguacate (tercera vez que aparece), una preparación digestiva, ligera y divertida merced a la combinación de texturas y sabores, desde el punto arenoso de la galleta escocesa a la intensa acidez de la espuma. Siguió ligero sorbete de almendras sobre pesto de acedera, albaricoques en diferentes texturas y tofe, y una pequeña porción de tarta templada de queso con cereza y frutos rojos (moras, fresas…), agradable cierre para mi regreso a un comedor donde la elegancia se observa, palpa y percibe en cada rincón.
El cuadro de Ander Unda
Resulta imponente el caserío del S.XV reformado y generosamente ampliado donde Asun se ha acostumbrado a empezar de nuevo y donde Ander tiene el precioso reto de continuar pintando un cuadro culinario en el cual ese referido marco no resulte más bello que lo plasmado en el lienzo, en el plato y nuestro paladar. Con el reconocimiento de una estrella Michelin (desde 2008) y dos soles Guía Repsol, Boroa lleva lustros obteniendo el favor de una clientela fiel a la que promete naturaleza, tradición y vanguardia.
(Igor Cubillo)
San Pedro de Boroa, 11; Amorebieta – Etxano
+34 946 734 747
Periodista y gastrósofo. Heliogábalo. Economista. Equilibrista (aunque siempre quiso ser domador). Tras firmar durante 15 años en el diario El País, entre 1997 y el ERE de 2012, Igor Cubillo ha logrado reinventarse y en la actualidad dirige la web Lo que Coma Don Manuel y escribe de comida y más cuestiones en las publicaciones Guía Repsol, GastroActitud, Cocineros MX, 7 Caníbales, Gastronosfera y Kmon. Asimismo, vuelve a firmar en El País y es responsable de Comunicación de Ja! Bilbao, Festival Internacional de Literatura y Arte con Humor. También ha dirigido todas las ediciones del foro BBVA Bilbao Food Capital y fue responsable de la programación gastronómica de Bay of Biscay Festival.
Vagabundo con cartel, se dobla pero no se rompe, hace las cosas innecesariamente bien y ya han transcurrido más de 30 años desde que empezó a teclear, en una Olivetti Studio 54 azul, artículos para Ruta 66, Efe Eme, Ritmo & Blues, Harlem R&R ‘Zine, Bilbao Eskultural, Getxo A Mano (GEYC), DSS2016, Den Dena Magazine, euskadinet, ApuestasFree, eldiario.es, BI-FM y alguna otra trinchera. Además, durante dos años colaboró con un programa de Radio Euskadi.
Como los Gallo Corneja, Igor es de una familia con fundamento que no perdonaría la cena aunque sonaran las trompetas del juicio final, si es que no han sonado ya. Sostiene que la gastronomía es el nuevo rock and roll y, si depende de él, seguiréis teniendo noticias de este hombre al que le gusta ver llover, vestirse con traje oscuro y contar historias de comida, amor y muerte que nadie puede entender. Eso sí, dadle un coche mirando al sol, una guitarra y una canción, una cerveza y rock and roll, y no le veréis el pelo más por aquí.
Tiene perfil en Facebook, en LikedIn, en Twitter (@igorcubillo) y en Instagram (igor_cubillo), pero no hace #FollowBack ni #FF.
Mañana de marea baja. Paseo por la Bahía de Txingudi, una gran península de arena emerge donde en unas horas solo veré un penacho de hierba y al fondo, en Hondarribia, tras la barrera de mástiles y barcas, resuenan txistus, tambores, campanas, disparos y cañonazos.
Anoche, víspera del Alarde que conmemora la retirada del ejército francés el 7 de septiembre de 1638, estaba allí mismo, en La Marina, visitando al inefable Gorka Souto y saludando sorprendido a Martín Merino, que aún se acerca a bar Sardara para revivir el pasado cercano y matar el gusanillo de la hostelería a pie de calle. Allí no pude resistirme a pedir un barbalada, esa suma de texturas de bacalao (crujiente piel, brandada, lascas) hecha pintxo que aúna belleza y sabrosura; estaban ricas las necoritas a la plancha, otra apuesta por la intensidad, el sabor y el mar que exige paciencia en la degustación, la chavalería pidió taco de solomillo, servido a modo de brocheta junto a un puñado de patatas fritas; pude comprobar que merece la pena la merluza en salsa americana que incluye su menú festivo; y para final feliz las yemas de Écija (Sevilla), un delicado bocado dulce que no empalaga y, dicen, crea adicción. También aproveché para llevar a casa un par de latas de esas anchoas doble cero, pescadas en Getaria en la campaña de primavera y sobadas a mano, que Salanort envasa para la casa.
Empieza la mejor época para dejarse caer por Sardara, ahora que los franceses comienzan a dejar sitio a hongos y más manjares de ese suculento otoño que ya se vislumbra en el horizonte, como la txapela de nubes que cubre Jaizkibel.