Con sobrado buen gusto y sin ínfula alguna, esta taberna del Casco Viejo sirve los pinchos más representativos de la villa. Se distingue de aquellos despachos de nuevo cuño donde prima el diseño y se descuida lo realmente relevante, la bebida, la comida y las personas.
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Sabino Zelaia capitanea una nave sin cocina que ha sabido armar una oferta gastronómica atractiva y aseada a base, principalmente, de embutidos, quesos y conservas. A falta de elaboraciones, se esfuerza en que primen el producto y la sencillez.
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No me vengan más con que la comida vegana es necesariamente aburrida y/o insípida. Aquí el tofu, el seitán, el falafel y demás cogen vuelo, cobran diversión y sabor merced a numerosas guarniciones y salsas que aportan contrastes, matices y un extra de swing especialmente atractivo en las propuestas con regusto picante.
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Los menús de este restorán son dignos de señalar por precio y por el esfuerzo en ofrecer algo diferente con esa cocina sencilla, de base tradicional, marcada por la estacionalidad pero actualizada con toques modernos (de autor, dicen) y algún soplo internacional.
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36 años después de su apertura, El Churrasco ha dejado de ser punto neurálgico, gran protagonista, pero es gobernado con tino, mantiene su atractivo y no faltan motivos para acercarse a ese Bibao la Vieja que quiere ser un poco Soho, un poco Chueca, un poco Malasaña.
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La tortilla de patata ha caído en el barroquismo extemporáneo y mal entendido. La receta se ha pervertido con la suma de salsas e ingredientes varios, cuando cocinar una fabulosa sólo precisa huevos, patatas, cebolla y no pasarse con la cocción.
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Si valoras el buen café y te gustan preparaciones como la crema de zanahoria, manzana y apio, y las hamburguesas de pollo con salsa tahini y cous cous, no pases de largo ante la puerta de este negocio. Puedes incluso salir con ropa nueva.
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¿Quién dijo que el queso hay que comerlo con tinto? El blanco limpia el paladar, permite que se desarrolle el queso, que afloren sus cualidades organolépticas, y potencia su sapidez. Y eso, buscar armonía, es lo que se pretende al combinar alimentos.
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Cuando uno busca el camino de regreso a Kansas en el paseo de baldosas amarillas que une Sopelana y Getxo, o acude a la playa de Aizkorri, puede completar el plan con una parada en este bar cuya oferta, corta y en absoluto pretenciosa, resulta bien sustanciosa.
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Ha mejorado, y mucho, la oferta del restaurante del Teatro Campos Eliseos tras la incorporación del cocinero Jon Castro. Acaba de renovar su carta, y le sacamos más gracia al apartado de pescados que al de carnes. Dicho queda.
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Este restaurante se empeña en desmentir que para comer algo decente haya que llevar un mínimo de 40 euros en el bolsillo. Se reafirma como una buena opción para citas informales, sin grandes dispendios ni pretensiones gastronómicas.
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No parece un restaurante pero, además de programar conciertos, se da de comer. Su sencilla oferta gastronómica, bien resuelta, invita a dejarse caer por ahí, sin pretensiones ni mucho dinero en el bolsillo, y a disfrutar de su plato del día o de excelentes hamburguesas.
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