Comida rápida para consumir sin prisa junto a la playa de Hendaia, a escasos metros del antiguo casino que divide el largo arenal en dos. Para degustar sin pretensión alguna, no se me hagan excesivas ilusiones.
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Un bar de barrio gobernado por la sencillez y los precios populares, pero distinguido por una oferta con ese nosequé de toda la vida que escapa de lo cotidiano. Salazones, embutidos, bocatines, gratinados, raciones al peso…
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El completo con divisa de Bodega Joserra se compone de bonito desmigado, anchoa y alegría riojana que aporta un grato picor, reconfortante y nada agresivo ni lesivo, que te hace disfrutar doblemente de la bebida y del que no te acuerdas una vez abandonado el local.
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El bocadillo de jamón del Loreto. Vaya y pídalo con tomate, finamente loncheado, y en versión crocante; se lo servirán en un pan enorme, aunque caliente y quebradizo, levemente untado en aceite.
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«Puedes abrir un bar con productos españoles pero, si quieres que te funcione, tendrás que poner platos cuadrados». Genial la frase del corto-documental ‘La muerte del bar español y la invasión del plato cuadrado’,
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Si ya entre semana la calle Ledesma, en Bilbao, es punto de encuentro recomendado en cualquier guía, la noche del sábado se convierte en una especie de jungla en la que, como es sabido, tan sólo sobrevive el más fuerte.
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La de espía siempre ha sido una ocupación solitaria, pero en esta ocasión Igorr y Aitorsky se desplazaron juntos a Oñati. En coches separados, eso sí. Al menos uno de los dos debía sobrevivir, a cualquier precio, para contar aquí qué habían comido. En esta ocasión lo que les llevó a la villa que vio nacer a Ruper Ordorika no fue un asunto de faldas, sino una convención itinerante de seguidores del Rubin Kazan. Aitorsky montó en su Volga Siber, puso a todo volumen un disco de Mélnitsa y empezó a pensar en las piernas de Maria Yuryevna Sharapova. Casi se escacharra en un par de curvas (de la carretera), pero finalmente arribó a la localidad guipuzcoana seguido de cerca por el Ë-Mobile de Igorr, quien no se quitaba de la cabeza los movimientos del último duelo Anatoli Kárpov – Garry Kasparov, entre riffs y consignas anarquistas de Mongol Shuudan. Acabada la convención, ambos se dirigieron al centro del pueblo a pie, y pronto se toparon con un paisano a quien preguntaron, marcando las erres, claro, dónde podían comer. «Buff, ya es un poco tarde…», resopló el viandante. ¡¡Eran las 14.40 horas!! ¿Acaso había fallado el navegador y nuestros amigos se habían plantado en Francia? Igorr dudó, pero vio a lo lejos la bella silueta de la antigua universidad, inaugurada en 1548, y una señal de tráfico que indicaba la dirección a seguir para llegar al Santuario de Arantzazu, en cuyo friso talló Oteiza 14 (¡¡14!!) apóstoles, e insistió al lugareño, como en las novelas de Dostoievski. Éste (el escritor ruso no, el ciudadano guipuzcoano) terminó recomendándoles la cafetería Izarraitz, sin mucha convicción, como queriendo escurrir el bulto, perderles de vista. Y lo logró, pues nuestros protagonistas se dirigieron allí. Fue toda una experiencia, como sumergirse en ese universo chic y/o snob de casas de comidas escondidas, de apariencia clandestina, de esos comedores secretos instalados en comercios y locales imposibles (tintorerías…) de cuya existencia se tiene conocimiento por el boca a oído, o por...
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